“La filosofía no tiene sentido”. “Cualquiera puede
argumentar lo que le dé la gana, y si suena convincente será igual de válido
que lo contrario”. “Es de sentido común criticar tonterías que no llevan a
ningún lado, más en estos tiempos del cólera en los que se pide acción a
gritos”. Pensamientos frecuentes hoy todos estos, procedentes de individuos que
probablemente no han catado más que divulgación o novelas à la Gaarder en el mejor de los casos, y no están familiarizados
con la precisión que demanda el vocabulario técnico de la filosofía que se
mantiene hoy en pie como tal. O que quieren evitar pensar o leer, o que otros
piensen y lean, pues la verdad es que es una carrera farragosa. Es más
divertido pasar a la acción… sin plan. Pegar tiros por la calle a desconocidos,
como proponía Breton. Y así nos va, así nos va, sin vislumbrar soluciones. Pero
si buscamos la precisión resulta que nos topamos con un fuerte criterio de
exigencia, más abarcador que el de las ciencias puras, pues es la filosofía lo
que determina la validez de un modelo u otro de entenderlas incluso a ellas, y
se desgaja en debates eternos que suponen un afilamiento, un sacar punta
constante, de esta precisión. Quien emite esa clase de opiniones generalistas
sobre valor o disvalor está emitiendo una bastante menos fundamentada que las
que critica. ¿No será que es el mundo lo que carece de sentido? ¿No será la
filosofía, al buscarlo (y parecer atisbarlo a ratos), lo único que lo tiene?
Puede que individuos como Hegel o Kant no tuvieran la verdad sobre el mundo
pero sí la verdad sobre cómo lo pensamos. De este modo, hemos creado un mundo
basado en sus fundamentos, por lo que, paradójicamente, ahora sí la tienen.
Y es que la filosofía está más presente de lo que parece,
más allá, por supuesto, de los departamentos de los eruditos. Hubo un griego
hace veintitrés siglos, por ejemplo, que se las arregló para sacarse de la
manga muchos de los conceptos que para usted son hoy de sentido común. Sí,
usted. Y sí, ese sentido común que lleva a algunos a considerar prudente el
escepticismo ante los vericuetos inútiles del pensamiento teórico. Su sentido
común, los pilares de identidad que sustentan todo lo que cree sobre el mundo y
usted mismo, no le pertenecen en absoluto, como supongo que en su trayectoria
intelectual se habrá ido percatando. Primer pensador realmente sistemático,
Aristóteles trató prácticamente todas las disciplinas que se conocían en ese
momento, y no sólo eso, sino que inventó literalmente algunas de las que hoy
son más importantes, como la biología, la metafísica o, sí, la lógica. Su
física, por otro lado, se mantuvo durante casi dos milenios, siendo hasta ahora
el paradigma más duradero de la historia. Su metafísica o lógica han recibido
muchas críticas, sobre todo durante el último siglo, pero sigue siendo casi
imposible pensar el mundo sin sus diez categorías de predicación, su diferencia
entre sustancia y atributos o entre potencia y acto, su visión de la democracia
y la virtud o su silogística. No es imprescindible conocer en detalle sus
pormenores técnicos. Usted ya los
conoce. Y no se sabe cuántos siglos más se mantendrán en vigor en la mente del
común de los mortales. En esto tuvieron que ver factores arbitrarios como la
consolidación del dominio eclesiástico en Europa, que adaptó la mecánica del
pensamiento del estagirita como dinámica de la justificación teológica de sus
dogmas, como también hicieron en mayor o menor grado judíos y musulmanes. Pero
este dominio católico podía no haber sucedido, así como este griego podía no
haber nacido. Y si bien su extraordinaria capacidad sintética se nutría de la
obra de pensadores anteriores, fundamentalmente Platón, pudo no haber nacido
nadie que llegara a las mismas distinciones, que trabajara el material de la
misma manera, que diera con las mismas ideas. Nadie llegó a ellas en China, y
sí a otros inventos muy apañados. No había necesidad alguna. Por supuesto que
podríamos vivir sin lógica (si es que algún momento hemos vivido con ella) o
cuanto menos sin esa lógica, la ortodoxa y oficial (con lo cual las lógicas
marginales no serían las mismas). Si usted piensa que, de cualquier modo, esas
ideas, el dominio eclesiástico, la lógica, los dogmas, tenían que suceder, entonces cree que el mundo tiene un sentido, y
su opinión formará parte de una clase de filosofía pedorra y carente de fundamento como la que muchos
critican, yo también.
Todas esas cosas pudieron no suceder, del mismo modo que el
ser humano pudo no haber surgido nunca, y el universo no sería un soberano
truño por ello: hay muchos otros animales, plantas y rocas fascinantes hasta en
este mismo planeta. No habría ciencias para comprenderlos pero no se le pueden
pedir peras al olmo, baste quizás con el puro acontecer inmanente de este
último. Incluso puede que estemos solos en el Universo en términos de vida
racional, o que en el fondo ni nosotros seamos racionales. Lo único que
importa, al fin y al cabo, es que estas cosas sucedieron. Que por ejemplo un
vulgar hombre de carne y hueso, un animal gregario que precisaba comer y cagar
todos los días, llegó a saber tanto y, lo que es más importante, poder
articular con tanta lucidez ese conocimiento. Aunque no es un buen ejemplo de
nuestro género pues ese saber que poseía, según Bryan Magee, y yo lo suscribo,
es probablemente mayor que el de ningún otro ser humano conocido hasta ahora. Y
se habla de lo que se conoce de su obra, pero actualmente se piensa que no nos
ha llegado sino un tercio de lo que escribió.
Por otro lado, y exactamente como denuncian las acusaciones
absurdas de feministas y socialistas pazguatos, era misógino y esclavista, como
todo buen griego (antiguo), y a mucha honra, pues eso nos lo muestra realmente
como lo que era, un mortal sometido a los vaivenes de la historia, incapaz de
sustraerse a las ideas de su tiempo, lo cual refuerza los aspectos de su
pensamiento que sí dan la engañosa impresión de haberlo hecho.
Y, en efecto, era griego. Pese a la imagen de pueblo vago,
incompetente, económicamente nefasto, torpe, mediterráneo, pachanguero, pobre
de solemnidad y culpable por ello, que nos entra a borbotones por ojos, oídos y
ano, el busto que se conserva en el Louvre da buena fe de su cabello rizado y
moreno con ciertas trazas de policromía, y es divertido imaginarlo
reflexionando tras una pitanza de queso y miel, rodeado de cabras por las
colinas. Jean Luc Godard lo dejó claro: deberíamos de pagarle diez euros a los
griegos cada vez que dijéramos “por tanto”, y la deuda desaparecería en un
santiamén en un giro de justicia histórica. Quizás para los alemanes sea una
vergüenza que la historia de las alturas del pensamiento viniera de un país
cálido y marítimo en lugar de las frías torres del norte en las que la carne
lánguida y blanquecina podía enclaustrarse en paz para volcarse al mundo de las
ideas. Quizás tengan rencor de que también pudieran, además de darle al coco,
pasarlo bien y salir a la calle en ligeros y seductores peplo y quitón. Pero
parece que no hizo falta mal tiempo, sólo la buena intención.
Ahora muchos individuos con la misma sangre excepcional que
el tipo que nos ocupa están pasando la mayor mierda de sus vidas por cuestiones
monetarias de otros individuos que, créanme, aunque tengan las necesidades
básicas más que cubiertas, requisito que ponía Aristóteles para la dedicación a
la filosofía, (dedicación máxima de los varones libres y ociosos de aquel
entonces) no lo harán. No lo harán, y lo que es más triste, ni siquiera
esperamos que lo hagan. Occidente comete matricidio en su noche más
descontrolada sólo para seguir comprando droga. Recordemos que fue Aristóteles
también el que definió el arte de la política como la búsqueda del bien común,
pues cualquier asociación entre hombres busca un bien y es necesario un tipo de
organización que satisfaga al común de estos ciudadanos ¡Hasta a las mujeres!
¿Es evidente esto? Bueno, parece evidente porque vivimos en un mundo
aristotélico. Antes de los griegos a nadie se le ocurrían estas cosas.
¿Cómo sería un mundo diferente?
...
Silencio.
Parece que sólo nos queda la ciencia ficción. Y, por cierto,
dentro de ella es recomendable “El mundo de los no-A” (no-aristotélico) de A.
E. van Vogt. Volviendo a lo nuestro, el pensador que nos ocupa veía con buenos
ojos la aristocracia como el gobierno de los mejores, de los individuos
excepcionales, los más sabios (nada de lo que hoy entendemos por aristócrata).
Pero este gobierno podía con facilidad degenerar en una de las formas más
viles, la oligarquía, un reino de débiles ceporros dominados por egos y
bolsillos. Parece lógico, suele suceder así, pero en esa época hacía falta
analizar y comentar una por una un gran
número de constituciones para llegar a esa conclusión. Hoy, en el mundo
tecnológico, “moderno”, lo tenemos mucho más fácil: basta con mirar alrededor.
Es triste que en comparación con los años de Pericles la
historia de Grecia haya sido más o menos harapienta desde cuando los romanos. Que
se elimine todo incentivo que no sea para el hambre, incluyendo los de la
creación, el desarrollo, la recuperación autónoma, la aparición de nuevos
sabios en Estagira, en un país que sin duda algo podría volver a ofrecer si se
le dejara prosperar de una vez (hoy día, por ejemplo, algunos de los directores
de cine más interesantes las pasan caninas
para conseguir fondos). A golpe de expolio recordar a esos griegos sabios se ha
vuelto casi una paradoja. Griego y sabio, qué chiste. Pero paradojas hay muchas
en los campos del señor. Beethoven compuso sus mejores piezas tras quedarse
sordo. Stevie Wonder podía tocar todos los instrumentos de un disco y nació
ciego. ¡Ah, y negro! El cuadro que ilustra el artículo no es una falacia para
hacerlo parecer digerible: está hecho por un hombre que no es que no vea los
gigantes, ni siquiera ve molinos, el pintor Esref Armagan, ciego de nacimiento
él también. Todos ellos, además de lo imbatible de la determinación humana y su
consiguiente inspiración adrenalínica para animarnos a cumplir nuestros sueños,
tienen en común el hecho de que tuvieron suerte, ya fuera por cuestiones de
linaje o por el hilo de los acontecimientos de su vida. No es la idea quitarles
mérito, pero no morir en la infancia ya se puede empezar a considerar suerte (y
más si nos remitimos a las estadísticas internacionales).
Como siempre, las cosas podían haber sido de otra manera, los
textos podían haberse perdido para siempre, y todos estamos siempre bajo la
posibilidad expirar en un callejón rodeados de contenedores de basura, como lo
hicieron innumerables, que en un mundo paralelo en el que sí hubieran triunfado
nos parecerían también indispensables para comprender o sentir el cosmos, y
habría que tirar de la ciencia ficción para escapar de ellos. Grande es el
rol de la suerte sobre el destino, demasiado grande. El problema es cuando esa posibilidad del callejón se incrementa a
ritmo de prima de riesgo, o cuando después de nutrir y dar sostén y apoyo a
alguien este sale del armario y nos tortea con el programa oculto de ceporradas
que negábamos ante las habladurías de las vecinas. Para nosotros la suerte
también está echada, al menos los próximos tres años, pero últimamente cada vez
que nos echan las cartas sale un número más bajo. La filosofía sirve para
entristecer, para tomar conciencia de que seguiremos esperando siglos y siglos
que todos tengamos la oportunidad de tirar los dados, de tener acceso al pan
que trae la libertad. Porque lo del rebaño y el Pastor también nos ha calado
hondo.
Por eso Pan era el dios de los pastores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario