lunes, 11 de febrero de 2013

Cool down


“Take it easy!”
-Friedrich Engels


¿Por qué será que cuanto menor la empatía más fuerte es la ideología? Es inadmisible que en este mundo nos parapetemos en la neutralidad fría de la imaginación sociológica, de la interiorización del relativismo. ¿Pero no es peor ser presas de un virus mental, un resorte coercitivo que tiene por definición que poner piedras en el camino del pensamiento, dar cosas por sentadas por fuerza? ¿Por qué no mejor cejar en la pretensión de comprender o cambiar el mundo de ahí fuera? Dijo Ionesco que la ideología nos separa lo que los sueños y la angustia nos unen, pese a que, en realidad, esos sueños y esa angustia realmente son entendidos bajo el filtro de la ideología que les confiere sentido. Ciertamente, ambos irracionales son lugares muy cómodos para habitar plenamente, y muchos es lo que han escogido, encerrándose en el trasmundo de la fidelidad plena a ellos. Pero el concepto de ideología, al contrario que los otros dos, contiene la imagen de una argumentación, de una fundamentación, de una posición legítima, y ahí es donde surge la contienda frente al mundo y la batalla interna entre la duda que todo lo deslegitima y lo que creemos haber alcanzado (creemos incluso que con esfuerzo).  

La falta de empatía no nos lleva tras un largo camino a obviar incluso la empatía con uno mismo. Qué va, esa clase es la primera que se pierde. Uno, para posicionarse seriamente, debe actuar como si dentro de muchos años no fuera a tener una posición radicalmente distinta, y debe regir sus actos bajo el Código para sentirse íntegro, para sentirse “capaz de empezar a aleccionar a los otros”, como en sectas y religiones. Debe besar los pies de la su estatua justo cuando llega al país, como sucede en algunos países muy pero que muy ideologizados.

El sometimiento de los otros, por otro lado, puede suceder de forma violenta o sutil. En mi opinión ninguna de las dos es capaz de entender la genuina condición del Gran Otro, la perspectiva desde la que él contempla sus propias ideas, pues en ambos casos se devalúan, en el fondo de la mente, las opiniones extrañas como “error de prioridades”, “creencia en falsedades” o “falta de conciencia”. Casi es difícil de concebir cómo no son seducidos los otros ante la exposición de nuestro arsenal, cómo no aceptarán sin reparos que les digan que todas sus vidas han andando equivocados, que, por ejemplo, ese Dios que sienten -o les habla- es una ficción, o que su priorización del la influencia sobre los demás surge de conflictos de raíz afectiva.

Los pérfidos Progres caen en el insulto, o, aún peor, caen en la condescendencia, en la deshumanización condescendiente del otro, la invalidación de su experiencia vital y su trayectoria intelectual o espiritual (y esto último sólo los pocos que aún creen en eso), o incluso de su responsabilidad moral (“quien tiene el cerebro lavado no sabe lo que hace”), cuando los pareceres que sostiene el oponente no les parecen más que telas de araña o vanos sueños infundados que no se adecúan a nuestra verdad. O eso, o se tacha de malvados y egoístas (y claro que muchos lo son, pero no tantos los que se consideran-“saben”- malos o locos). Es en ese trato donde se revelan las fuentes de nuestro pensamiento, las peligrosas formulaciones que ha tomado. No creo que la cuestión sea replantearse la inevitable posesión de una ideología, sino más bien los medios para convivir con ella. Llevamos dos siglos (y más) de teorías críticas con el sistema, de visiones alternativas de lo establecido, pero las utopías fallidas del pasado siglo (sea “fallidas” el eufemismo) aún plantean el interrogante de qué hacer con esa sarta de teorías que se llevan bajo el brazo hasta para cagar. ¿Cómo ver “las cosas como son”, “la verdad del sentido de la historia”, “el futuro”, y al mismo tiempo actuar con éxito, arriesgar sólo para ganar? Se ha acabado la era de la masacre autodestructiva, pese a que la izquierda en general (y en España en particular) sigue empapada hasta los huesos de los problemas decimonónicos, del siniestro “cuanto mejor, peor” guerrillero, o  ha pasado de la imposición totalitaria al buenismo zen (el chiste es mío).

Los que no han devenido abueletes adinerados no han llegado ni a criticar en serio la locura criminal comunista (notables excepciones), y lo poco que los une es que cada día se revelan ambos más incapaces de ofrecer una teoría de la práctica contemporánea, una visión coherente sobre qué hacer con tantos fenómenos sociales recién horneados plenos de sentido en el capitalismo tardío , incluso cuando esos fenómenos estuvieran muy bien ubicados en el plano teórico. La izquierda no tiene ni objetivos, y quien aún hoy necesite ejemplos de cómo se manifiesta este empobrecimiento le recomiendo, algo sorprendido, “El Monstruo Amable” de Rafael Simone, verbigracia, ejemplos los hay a patadas. (Y ¡ojo!, tampoco es que la derecha en sus manifestaciones mayoritarias tenga un corpus intelectual rico que la provea de un programa consecuente, pero en su vertiente tradicionalista no busca interpretar el nuevo mundo sino bajo viejas etiquetas estereotípicas –ultraideología anti-pensamiento-, y a la vertiente que sólo busca ganar dinero o salvaguardar culos no le importa ser ambigua o atenerse a un escaso elenco de valores para conseguir sus objetivos–¿infraideología anti-pensamiento? )

En resumen, que los políticos se van convirtiendo, en ausencia de plan (ni insight ni outsight), en significantes vacíos que han de ser rellenados con demandas sociales de segundo orden e inmediatas. El bando de “la afición” izquierdosa anda mucho peor, creo yo: ningún Neruda o Alberti ha hecho nada para impedir que los jóvenes guardias rojos sigan cometiendo la cutrada de rimar “revolución” con “nación”, y mucho ateísmo hace falta para privar a cautos socialdemócratas de angelicales intenciones de tratar a la tercera edad como lo hacía el cura del pueblo. Que no todo el campo es orégano, pero creo que esto que parece reducirse al vacío generacional de valores post-Transición no es algo sólo aplicado a las peculiaridades de este país, sino más generalísimo que Franco.

¿Por qué no crear una ciencia de las buenas maneras, aplicable para todos? Algo que vaya más allá de la prohibición de tratar algunos temas en la mesa de los manuales de cortesía victorianos. El problema es que los inquietos ante esa clase de cuestiones están (“estamos”) demasiado ocupado definiéndose, posicionádose y desposicionándose continuamente (en el alegre caso de haberse zafado de la ortodoxia) en una marejada de opciones fraccionadoras, discutiendo directa y eternamente los contenidos, en confusión con ellos mismos, pensando que la caída del etnocentrismo (también el ideológico) es una de las facetas de esa-gran-cosa-que-tiene-que-venir, y que es eso lo importante, que en su llegada deben invertirse los esfuerzos. Muchos siguen con la mentalidad de “la construcción gradual ” en detrimento de “el socavamiento gradual de los cimientos”. Quizás si sólo cambiáramos la forma de abordar en el alma los temas, y de pensar con dignidad a sus defensores podríamos descubrirnos antes frente un monseñor párroco que frente a La Internacional, podríamos abandonar esa tendencia que surge en la conversación a justificar nuestro ideario ante el ajeno, buscar nexos, vínculos (existen, somos humanos) antes que obedecer la apresurada presión de dejar al otro clara nuestra posición desde el principio, “no nos fuera a confundir con uno de ellos”.

En definitiva, conseguir pausar por momentos el psicologismo, el naturalismo, el historicismo, el tremendismo, el objetivismo, científicismo, es decir, el prejuicio (-ismo) en las relaciones. No buscando la fusión (con la Iglesia habríamos topado) sino para poder ponerla en común sin caer de nuevo en el dilema entre la imposición o el punto muerto. Puede que tanto Handeln dialógico haga vomitar arcoíris, pero opino que quizás sea el miedo al contagio la última frontera que hace que estas pequeñas cosas me parezcan más realistas que ver mañana el paraíso social sobre la tierra. Seguro que hay al menos diez minutos al día para practicar el dejar de sonreír insidias por dentro cuando no se sonríen por fuera.

(Sin objeciones al sonreír)

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