sábado, 16 de febrero de 2013

La Era del Vacío (epílogo): Introducción a la Posmodernidad para Dummies, parte II

Pausábamos el anterior artículo en imágenes de lo inane, lo banal y lo chabacano, y lamentablemente, son estas las estampas con las que muchos sellan el posmodernismo, que cuanto más fragmentado, extraño, ilegible, borroso, confuso, próximo-al-papel-higiénico-manchado sea algo más se adecúa a sus estándares, como si él entero fuera un inmenso “deber ser” que ordenara a los demás qué hacer y qué no. Pienso al escribirlo, sobre todo, en ciertas tendencias ciertamente mayoritarias en la crítica de arte y la estética, que son terrenos a los que estoy más acostumbrado, pero esto se puede extrapolar a todo lo demás, incluida por supuesto la propia filosofía ¿qué mejor papel higiénico que un tocho de mil páginas?


Es hora de que empecemos a hablar de pequeñas certezas. Pues, aunque no haya una verdad que le dé sentido a todo, sí se pueden postular pequeñas certezas que quizás no tengan conexión entre ellas. Por ejemplo, que dos y dos son cuatro es una certeza. Puede que fuera de nuestra mente o en otro sitio del universo en realidad sean cinco, pero al menos podemos entendernos entre nosotros compartiendo la opinión de que son cuatro. Es lo que se dice una verdad “intersubjetiva”, es decir, que sólo existe entre sujetos. Si todos los seres humanos muriéramos masivamente, el dos y el dos y el cuatro no tendrían ningún sentido ni valor, aunque quizás una especie alienígena con la mente configurada de forma similar podría volver a darles algún  uso.

Que, a grandes rasgos, cuando se dan ciertas condiciones en la Historia es probable que se produzca un acontecimiento, como sucede con los ciclos de la economía, es otra certeza (aunque haya mucha discrepancia sobre cómo suceden). Obviamente en la mayoría de los casos nunca podremos saber todas las condiciones, todos los factores, por lo que sólo podemos hablar de mayor o menor probabilidad, ya que quizás un elemento desconocido u oculto cambie los resultados. Esto se puede aplicar a la mayoría de las ciencias humanas como la antropología o la sociología, y no tiene que ver con su estatus “epistemológico”, es decir, su objetividad como conocimiento (sobre el cual muchos posmodernos muestran un gran relativismo) sino con su funcionamiento efectivo en el mundo en el que se mueven la mayoría de mortales. Ciencia, en general, implica probabilidades y estadísticas, en tanto que está en contacto con una realidad que parece demasiado confusa y compleja como para algún día tenerla ordenada en un esquema de bolsillo. En saberes como las matemáticas y la lógica esto no pasa, y sí tienen sus pequeñas Verdades internas, pero esto se debe a que de por sí no están en contacto con el mundo real, por sí solas no dicen nada de este.

En el campo de la filosofía la duda posmoderna es algo más difícil de salvar, porque se trata del saber que se ocupa de cosas como la Verdad. Parece a primera vista que es una disciplina condenada a la extinción, pero lo cierto es que se ocupa de cosas como estas que le he estado contando ¿o acaso cree que esta clase de formulaciones son propias de la química? Entonces ¿implica esto que lo que acabo de contarle de la posmodernidad es la Nueva Verdad? No, en absoluto, es una idea entre muchas (ni siquiera eso, es más bien un movimiento vagamente definido con unos pocos trazos comunes) pero probabilísticamente me parece a mí, de lo que yo conozco al menos, lo más apropiado y consecuente, y muchos pensadores me dan la razón desde hace un siglo. Esto, por ejemplo, es un ejemplo de la clase de “certeza aproximada” que la filosofía puede proporcionar, que no dista tantísimo, en el fondo, de aquella que puede darnos la física o la psicología, que también contienen sus teorías heterodoxas y discrepantes. Sin embargo, quizás en la filosofía se pueda discrepar más que en otros saberes, y usted por supuesto puede estar discrepando ahora mismo, aduciendo que sus valores morales le indican que todo esto que le he dicho es erróneo. En ese caso tiene derecho a pensar lo que quiera, pues la filosofía ha intentado ser siempre (y a veces lo ha conseguido) el saber en el que nada se le tenga que imponer a nadie. Si usted es capaz de convencernos de lo contrario por métodos distintos a la fuerza, entonces quizás sea el pensador que este siglo necesita. Yo le animo a ello, para eso estamos aquí, ¿no?

No hay que ver esta ausencia de “valores absolutos” tampoco como una imposibilidad de poseer valores, y muchísimas veces se la ha querido entender como una posible justificación de cualquier aberración. Al revés, valores puede haberlos, consiste sólo en intentar que no se impongan los valores propios al otro, mediante la comprensión de que, en su cabeza, los valores de otro están tan legitimados como los suyos, y que los demás no defienden sus creencias por ser malvados, sino porque sinceramente creen que son ciertas (aunque , por supuesto, muchas veces sí que engañan a los demás o, lo que es peor y más frecuente aún, a sí mismos).

No está reñido tampoco con crear un código ético universal mínimo que impida que una moral sanguinaria se cebe en seres de morales “inocentes” (aunque pocas de esas hay, en el fondo), porque precisamente esa “verdad del relativismo” puede llevar implícito el respeto a la verdad del otro y, por tanto, la comprensión de que a veces hay que ceder en la propia y no matar al infiel, judío, o snob posmoderno, por muchas ganas que tengamos. Esa es, realmente, la gran paradoja, la que se produce en teorías que racionalmente argumentan que todo es irracional. Déjenme explicarme. En este caso, si uno ha llegado a comprender racionalmente lo poco racional de la ética, la falta de fundamentos que tiene (aunque a veces la ética se disfraza tanto de racionalidad que cuesta distinguir la impostura) y si ha comprendido racionalmente que uno no puede sustraerse a esa irracionalidad, que siempre que se actúa es moral-éticamente, que la ética sucede lo queramos o no, entonces tratar de abusar de la propia moral no se sigue de lo aprendido, sino de otras posibles motivaciones. Desde luego no del relativismo. De hecho, el abuso de la moral propia debería de ser visto por esta línea de pensamiento como algo de lo más ridículo. El que unas costumbres no sean absolutamente peores que otras no implica necesariamente que todo valga. Todos aquellos que ante la ausencia de valores objetivos han respondido matando a sangre fría y con mucha más tranquilidad de conciencia, realmente, opino yo, no llevaron esa ausencia a sus últimas consecuencias, aunque creyeran hacerlo.

La filosofía también sirve aún, como siempre, para criticar el mundo en el que vivimos, ya sea el mundo material o el intelectual, es decir, los conceptos que manejamos cotidianamente, y nada tiene por qué escapar al análisis. En esto siempre habido y habrá críticas dispares, opiniones opuestas, y, contra lo que la Modernidad pensaría, no hay por qué descalificar unas a favor de otras, no todas las opiniones tienen por qué ser binariamente “falsas” o “verdaderas”. Usualmente, si existen teorías sobre algunos fenómenos, es porque fenómenos así se han dado alguna vez, o se dan de cuando en cuando. La realidad no tiene por qué ser así o asá, sino que puede tener una complejidad de capas aparentemente contradictorias. Hay teorías que valen sólo a veces, o para determinados casos. Usted y yo coincidiremos en que si otro dice poseer la clave que lo explica todo, cada pequeño detalle de nuestras vidas, suele despertarnos cuanto menos temor e incredulidad (en los débiles de espíritu acompañados de admiración). Esto sucede sobre todo porque nosotros somos también un mundo de capas contradictorias. Discernir qué cosas se dan más y cuáles se dan menos -o no se dan en absoluto- es el objetivo, al fin y al cabo, de la biografía intelectual de uno, de su historia vital. Puede que no nos pongamos de acuerdo, pero podemos enriquecernos mutuamente si conversamos y debatimos sin ira nuestras opiniones.

Al fin y al cabo, esa odiosa muletilla de ser “posmoderno” consiste en aprehender y aprender los principales desarrollos de la filosofía de nuestro tiempo, en conseguir introducirse de lleno en su forma de discurrir, pese a que, como hemos visto, choca con la forma en la que está organizada nuestra mente (en torno a un concepto único de Verdad que se ha revelado inestable). Aprender el pensamiento de nuestro tiempo significa aprender cómo es nuestro tiempo, pues, además de servir de base para la organización de los demás saberes y de la sociedades, la filosofía sirve especialmente para dar cuenta de cómo es el espíritu de las épocas, de qué cosas se tenían por ciertas y qué opinaban los que tenían pensar por oficio sobre las grandes cuestiones. Por una parte sus teorías se ven reflejadas en la realidad, tanto en la política como en el arte o la ciencia, pero por otra parte su labor consiste, en definitiva, en recoger y catalogar cómo se interpreta desde dentro lo que sucede en cada época, y cómo interpretamos ahora lo que sucedió en el pasado.

Quizás usted considere que todas estas ideas de relativo relativismo no tienen aplicación práctica ninguna en el mundo que nos rodea, nada puede derivarse de ellas, no están en contacto con lo que sucede. Tiene pleno derecho a creerlo, pero ¿alguna vez se ha planteado por qué existe esa impresión general de que no han funcionado aquellos sistemas dictatoriales o totalitarios que han surgido, en el pasado siglo, llenos de aspiración Ilustrada de emancipar a los hombres (ya sea a todos o a la única raza o clase que se considera “hombres de verdad”)?

En mi opinión se debe, entre otros muchos motivos, a que su única alternativa puesta en práctica, el capitalismo liberal, permite la existencia de verdades contrapuestas bajo la misma sociedad, permite la contradicción interna, que haya tendencias, grupos humanos y opiniones enfrentadas. Esos últimos residuos de dictadura que se ahogan lentamente aspiran a una sociedad uniforme, donde la verdad sea una y no pueda ser discutida, es decir, tratan de imponer el aspecto más tétrico de la antigua forma de pensar a un mundo que se considera ya por encima de ella. Eso ha funcionado muy bien durante toda la historia, pero cada vez el mundo es más hostil a los que creen o quieren ser los únicos poseedores de la clave del cosmos. Al menos de momento…

Puede que el lector se sienta, al contrario, avasallado por cosas que le resultan evidentes y claras, pues vivir en este mundo posmoderno implica que no es muy difícil haber captado en la calle la esencia de lo que aquí se afirma sin necesidad de tantos vericuetos y palabrería. Este texto no debería, sin embargo, hacerle pensar que el pensamiento actual es así de plano. Es sólo una introducción burdamente simplificada que no debería hacer sino encorajarle a descubrir qué hay de más, pues los filósofos no es que lleguen a estas conclusiones, sino que en la mayoría de las ocasiones parten de aquí. Es decir, de la nada, de la ausencia aparente de dogmas en el sentido clásico del término.
Por otro lado opino firmemente que si se ha creído comprenderlas sin haber pasado por una dura y larga crisis existencial es que no se ha profundizado lo suficiente o que tal vez no se ha tomado con toda la seriedad debida, aunque ninguna de las dos experiencias las adquirirá usted fruto de este pequeño artículo, sino de lecturas posteriores.

Otra opción es que usted se sienta avasallado por lo que interpreta como una creencia errónea por mi parte de que no hay Verdades Absolutas. Cuesta admitir que no las hay, pero quizás usted se sienta genuinamente ofendido o irritado ante semejante idea, y le parezca algo intolerable o, cuanto menos, insensato. Sólo puedo responderle que le doy la razón en el sentido de que sí creo que hay verdades, pero no absolutas y eternas, y que es cierto que infinidad de cosas siguen pareciéndonos tan ciertas hoy como en la Antigua Grecia o el siglo XVI (cuando por ejemplo Rabelais escribió aquella antigua evidencia de que  “Deja siempre en sus cojones documento/ quien con papel se limpia el fundamento”). Hemos hablado aquí de un modelo de verdad, que nos parece el más evidente por la gran influencia que tiene sobre nosotros. Pero hay muchos otros más sutiles, menos cerriles, por descubrir.

Por último, muchas personas se preguntan (y me han preguntado) qué ha pasado con los filósofos hoy, por qué no hay grandes Kants, Marxes, Platones, que destaquen y sean conocidos por todos (habrá que ver si en su época los filósofos que estudiamos estaban en boca de alguien fuera de la aristocracia intelectual). No exagero si digo que este siglo ha tenido una  nómina de filósofos inusualmente variada, pero hay que tener en cuenta que lo que otrora era sólo filosofía ha ido perdiendo terreno a favor de otras ciencias. El filósofo griego era en parte matemático, en parte naturalista, antropólogo, psicólogo y un larguísimo etcétera, aparte de epistemólogo, ontólogo, lógico, esteta, y todos esos saberes que hoy sí se consideran estrictamente filosóficos. Era un Sabio, simplemente, y sabía de todo. Poco a poco muchos de estos dominios le han sido arrebatados y se han constituido en saberes independientes, sobre todo en los dos últimos siglos. La filosofía ha quedado reservada para las cuestiones de las que no se puede hacer una ciencia aparte.

En ese sentido, un Platón hoy serían muchos especialistas en sus respectivas materias. El conocimiento, como se habrá deducido, crece hoy mucho más, pues hay más facilidades para que se diversifique y especialice (aparte de crecer en cantidad: alguien aventuró hace tiempo que para 2015 se doblaría la información de la tierra cada segundo, lo cual veo posible si se retrasa algo la fecha). Es por esto que hoy resulta más indispensable que nunca, en lugar de hiperespecializarse como parece lógico pensar, lo contrario: conocer varias materias para tener una opinión formada sobre las cosas. No se puede hablar ciegamente sobre la naturaleza humana sin saber un mínimo de etnología (ciencia sobre las costumbres humanas en distintas culturas), así como no se puede hablar de la belleza sin conocer bien el arte que efectivamente se realiza en el mundo (cosa que se ha ignorado demasiadas veces en las teorías estéticas del pasado).

He aquí una exigua lista de algunos pocos pensadores importantes y conocidos de estos últimos tiempos, especialmente (aunque no únicamente) del ámbito de la filosofía, que han ayudado de forma significativa a construir el escenario intelectual en el que ahora vivimos. El orden es el que se me ha venido a la cabeza. Indudablemente conviene conocer tradiciones filosóficas anteriores que casi no he incluido, como la fenomenología, para comprender esencialmente lo que estos pensadores tienen que decir, pero bueno, es una lista tan subjetiva como cualquier otra y pretendía ser sólo introductoria. He de remarcar aquí que algunos de ellos me parecen meros charlatanes, pero no voy a ser tan caprichoso como para oponerme yo sólo a todo el peso de la vida intelectual parisina.

He visto, por ejemplo, que con mucha frecuencia se recomiendan en ocasiones como la presente las mismas dos obras del parisino J. F. Lyotard: “La condición posmoderna” y “La posmodernidad explicada a los niños”. Yo no las recomiendo si no se tiene una cierta base de conocimientos especializados, pero sí que pueden ser útiles para aquellos que tengan alguna experiencia previa con lecturas de ese tipo. La primera de ellas es de hecho la que trajo al terreno de la filosofía la misma noción de “posmoderno”, tomada de la crítica del arte, aunque, pese a la innovación e importancia de este paso, el autor acabó reconociendo que está mal enfocada y que citó muchos libros que no había leído (yo opino que además  sus conclusiones son escasas, confusas, ampliamente discutibles). En cuanto al título de la segunda, advierto que se refiere más a que trata cuestiones “fundamentales” que a un tratamiento ameno.
Creo que lo mejor para el neófito es empezar por un título de divulgación o una historia de la filosofía o, en su defecto, preguntar mucho, que en este prometedor blog es lo mejor que se puede hacer.





































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