lunes, 1 de abril de 2013

Instrucción



Vivo en el fondo del edificio, muy, muy lejos de la puerta. Tienes que pasar junto a los dos terribles tigres de la entrada, y muchos rezan entonces para no despertar a la piedra, y cruzar las dos grandes arcadas plagadas de gárgolas. Una vez dentro del recinto, si convences a alguno de los hombres tras las ventanillas, hombres con corazón de tigre, te abrirán el acceso al pasillo principal, y podrás caminar por el corredor, salpicado por habitaciones y despachos, o puertas que dan al muro, a izquierda y derecha, iluminado por lámparas amarillas allí donde se tienen en pie. Al principio el suelo de los pasillos está bastante limpio, es fregado con frecuencia, pero si sigues y sigues las puertas se van haciendo más y más antiguas, y la suciedad empieza a acumularse, pues pocas veces llegan tan lejos los servicios de limpieza. Poco a poco, el angosto y angustioso pasillo se va ensanchando, la elegante madera del suelo es sustituida por piedra, y se va haciendo más luminoso. Empiezan a surgir cristaleras y grandes vanos en la roca, y te da la impresión de que has estado caminando bajo tierra y de que el cielo que se adivina tras las vidrieras podría ser de cualquier lugar. El polvo y las pelusas dan lugar a hierbajos, cuya frondosidad va aumentando, y el verde comienza a infectar suelo y paredes. Progresivamente, aquellas paredes que te oprimían se van derruyendo, y caminas rodeado de muros en ruinas, y luego piedras grandes, y luego nada. Parecerá que has perdido la senda cuando te encuentres frente al prado verde sin final, pero sólo tienes que continuar andando en línea recta, sin perder un ápice el rumbo, pues una pequeña desviación, a la larga, se puede traducir en muchos kilómetros de distancia del lugar al que te encaminabas. Sin embargo, muy pronto, si no te has desviado demasiado, acaba el prado y llegas al patio de los ciruelos, pero ten cuidado si vas en primavera, porque es entonces cuando se alimentan los zorros. Al final del patio, lleno de parterres aquí y allá en los que las flores han rebosado y continúan creciendo por el suelo, allí al final, está mi casa, un cobertizo, quizás una choza, con una vieja plaquita en la puerta como las que tienen los despachos importantes que viste al principio de aquel pasillo ya tan lejano. Y si llamas a mi puerta, y no estoy en el arroyo del bosque, te daré cobijo tras una caminata tan larga sólo para llegar allí, cuando podrías haberte contentado con ver mi rostro esculpido por toda la fachada junto a los tigres y las gárgolas, o idealizado en los grandes lienzos que decoran muchos de los interiores.

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