viernes, 26 de abril de 2013

La religión de nuestros días (una interpretación)


 Benjamin Franklin escribía en sus “Consejos a un joven comerciante” que no utilizar el dinero, no aprovecharlo, no sacarle fruto es algo comparable a un asesinato. Dada la capacidad de inversión que permite extraer de él más de lo que en origen estaba presente, el crimen es de proporciones épicas, y su impacto se prolonga durante muchas “generaciones” monetarias. Es curioso el tono de imperativo categórico adoptado por uno de los padres fundadores de la que es quizás la entidad bursátil más ejemplar del mundo, tanto en la salud como en la enfermedad. En lugar de apelar a una deontología kantiana que se funda en sí misma en tanto que autonomía del deber de todo condicionante material o situacional, se hace por respeto al dinero en sí mismo, devenido autónomo, que tampoco es en ningún modo “material”. El dinero en sí no consiste sino en puro valor de intercambio, mientras que el respeto al deber es exigencia racional y, dada la univocidad supuesta al raciocinio no podría ser canjeado por otra noción sin caer en resortes de mala fe (univocidad que estamos lejos de suscribir). Estamos equiparando, por ende, un concepto que no es intercambiable y posee su fundamento en sí mismo con un concepto que no se funda en nada, y que sin embargo sirve para fundarlo todo al mismo tiempo, en tanto que todo ente desde su aparición, incluyendo lo que exhibía categorías como las de sagrado y sublime, puede obtener la asignación de un determinado valor si se da la oportunidad de tal asignación. Cuando se opta por no propiciar esta situación es para mantener una interconexión de relaciones de intercambio, una microfísica financiera en torno al objeto que se aparenta preservar exentos de ellas, como sucede con obras de artes oficialmente incalculables, por ejemplo la Mona Lisa. En cuanto reciben ese estatus lo que se permite es sencillamente poder usarlas  como pozo sin fondo de reproducciones turísticas y artísticas que, en la lógica crematística que acabamos de ver, basada en el requerimiento de extraer valor de donde es aritméticamente inconcebible, reportan mayores dividendos que el original si estuviéramos en la coyuntura de aplicar sobre él el filtro de la valorización, esa valorización que es al mismo tiempo desvalorización al destronar a la anterior posición, ya fuera de intocable o de brahmán, misticismos todos propios de un clima sociocultural llamado acientífico.

No obstante, esta organización que no se funda en otra cosa que en sí misma y no puede justificar ese fundamento desde sí misma tiende en el fondo al orden de lo religioso. Weber mostró generosamente que la fuente de la ética asociada al espíritu liberal-capitalista es la mentalidad calvinista (yo añadiría que en un retorcido trampantojo psíquico cercano al delirio) pero nos referimos a algo que está en el corazón mismo de la religión, en el sentido cristiano y originario del término. Los padres de la iglesia dieron un uso primerizo al término griego οἰκονομία  como la red de relaciones entre las partes trinitarias, y se puede equiparar la iconografía bancaria con otros tipos de iconos martiriales hasta el punto de postular, como hace Mondzain, que el propio símbolo del dólar proviene en realidad de la superposición de las iniciales de In Hoc Signo.  Pero no es nuestra intención establecer una ramplona analogía entre la psicología religiosa con objeto místico y una suerte de credo omnipresente de adoración al capital, pese a que hay multitud de ejemplos de que así es interpretado subconscientemente por muchos sujetos presos en ideologías colindantes, y uno de ellos ha sido citado en la referencia a Franklin y su devenir ético fundado en el aprovechamiento de posibilidades del bolsillo. Nuestra intención es más bien analizar el trasfondo estructural, si bien de proveniencia religiosa, que, creemos, sí está presente en la desvalorización y omnivaloración simultáneas que se expanden al paso del borrado de fronteras del que el capital es abanderado. Hablamos de que el capitalismo es, en cierta dimensión, consecuencia implícita del corpus de la religión, con la misma naturaleza paradójica sólo en apariencia con la que para Heidegger, en el plano epistémico-moral, la traza del nihilismo, que en cierto sentido es su homólogo epistemológico, se remonta a la fundación del pensamiento occidental en sí mismo, de la que es la sombra.

También en Heidegger encontramos, en sus reflexiones sobre la técnica como aletheia, una definición de la “instrumentalización” radical, que la tacha de mera causa-efecto, y, en efecto, un mundo en el que todo es instrumentalizable se manifiesta en una red reticular de causas infinitamente retroactivas que carece del principio jerárquico tradicionalmente exigido por la lógica a esta clase de estructuras. En todos los planos de la labor intelectual prima sólo la noción de canjeabilidad, sin que parezca haber un criterio que ponga en orden la red de intercambios. Pero en realidad si lo hay, implícito como estructura tras la estructura misma, y puede abstraerse hasta lograr una formulación que demuestre su condición de criterio activo.

Para aproximarnos a él ello acudiremos a un texto de otro Benjamin, de nombre Walter en esta ocasión, que se encuentra en sus Fragmentos Póstumos, donde reflexiona de forma implícita sobre lo que él califica como la “ambigüedad demoníaca” de la palabra alemana “schuld”, que viene a significar “deuda”, en un sentido de endeudamiento y al mismo tiempo “culpa”, en un sentido expiatorio y judicial. En este fragmento, de interpretación muy difícil y con frecuencia imposible, se califica al capitalismo de religión puramente cultual, carente de dogma o contenido específico, y que se basa en la “repetición del culto a la nada”, dándose a interpretar esta nada como la carencia de entidad propia que es cualidad fundamental del parné. 

Quedémonos con esta idea. Basar la sociedad en este criterio carente de contenido puede verse como una reiteración ritual del movimiento fundador del empedrado capitalista, la metafórica primera moneda, el metafórico primer ser humano comprado o la primera obra de arte vendida, pero es mucho más. Benjamin dice que el fin del capitalismo, y lo que garantiza su inextricabilidad al mismo tiempo, es el “endeudamiento” (o “culpabilización” en alemán) final de Dios, es decir, si mi interpretación no es errónea (a partir de aquí sólo podemos afilar la hermenéutica) algo así como el socavamiento definitivo de la noción de Dios como fundamento metafísico de todo conocer u obrar, cuya muerte conoció el vulgo en el anuncio de Zaratustra. Pero el movimiento intrínseco a la “deuda” impide un endeudamiento final, porque el sistema tiene como eficaz manera de nutrición autosostenible la proyección de endeudamientos puntuales que se proponen a largo plazo para obtener un beneficio que poder volver a reinvertir. Esta falta de cierre del círculo vicioso hace que un endeudamiento “definitivo” no sea lógicamente posible sin su propia asfixia. Esta tesis se puede extrapolar a la idea de que siempre existirá una búsqueda en los hombres tendente a este principio último, inagotable, que impedirá que la sociedad huxleyana donde es sustituido por respuestas prefabricadas proporcionadas desde la esfera comercial o administrativa sea completa, lo cual no quiere decir que, en su incompletitud, no pueda ser tan efectiva como para prolongarse en la eternidad. Aunque los mercaderes habiten el templo y tengan comprada y alquilada cada parcela, no podrán exterminar la anomalía psicológica de raíz, sino sólo a posteriori, operando sobre el cuerpo físico. Esto es lo que podríamos entresacar de la comprensión de la dinámica de endeudamiento, aunque yo no me atrevo a asegurar su veracidad ante los eventuales avances en la técnica de moldear el genoma y la corporalidad en todos sus aspectos y ante el hecho inherente al capitalismo de que el avance científico tenga sus fondos en el mejor postor.

La culpabilización/endeudamiento final de esta noción filosófica de Dios (nada que ver con el burdo antropomorfismo de su figura religiosa) se produce, como hemos visto, en su desvalorización económica, y en el plano expiatorio o judicial, en su “humanización”, acercándose más bien esta vez a la acepción de “culpa” tal como el cristiano la asocia a la noción de "persona" como separación del prosopon). Pero esta “humanización” de Dios, abstracción suma representada por una hegemonía monoteísta, existe ya, a nivel mítico, en el acto fundacional del propio cristianismo: la encarnación de Cristo. Dios “muere” para adquirir forma humana y campar entre los hombres, de tal suerte que lo que vemos en el capitalismo es una especie de reproducción simbólica a gran escala de este acto fundacional de minusvalía, trazado bajo el colorido de un determinado contexto filosófico y cultural. Y una reproducción simbólica del gesto primigenio es una reproducción ritual. La reproducción de esta desmejoría de la condición divina de Cristo ha sido repetida mil y una veces por el cristianismo, y, cuando el tiempo de mayor gloria de este ha pasado, ha sido sustituido por el utilitarismo liberal, el consecuencialismo liberal y finalmente el capitalismo liberal, que puede comprenderse como el salto de la consecuencia –que aún tenía la mayoría como prioridad- al beneficio. Otros argumentan su surgimiento, como hemos señalado, desde la mentalidad protestante, surgida de la mentalidad calvinista, que, nunca está de más señalarlo, se proponía a sí misma como movimiento en tanto que autentificación, purificación del pensamiento cristiano desvirtuado por el exceso católico. Es esto lo que puede comprenderse como la religión puramente cultual que opera en torno a la nada, aunque esté desnudada de todo elemento religioso visible. El cristianismo, que comienza con la irrupción de una esfera de negatividad en el seno de un Dios que antes fuera inaccesible, incorporablizable, inconceptualizable, culmina en la esfera de negatividad del ataque sistemático pero no declarado a todo lo que se relaciona con esta noción de fundamento de orden ontológico o teológico mediante la posibilidad de su puesta en mercado. Esta negatividad existe en todos los frentes: en la desigualdad social que resulta se genera una dimensión negativa de la posibilidad de la equidad de oportunidades básica como criterio de la sociedad homogénea y sin señores, aquella que un proto-nazi como Nietzsche anticipó con terror cuando hablaba de “la arena” del cristianismo y la democracia, en tanto que los sujetos quedaban relegados a granos insignificantes en una playa infinita. Pero al mismo tiempo, bajo esta supuesta carencia de criterio “democrática” (e “igualitaria”, por tanto) que origina la desigualdad, se mantienen reservados los puestos de mando en lo social gracias a lo indiscutido del dominio económico, con lo cual sólo se trata de un paso previo a la verdadera carencia de teología, estando esta concepción constitutivamente unida al viejo fundamento bajo una relación de parasitismo en todos los sentidos (empezando por su erradicación si sucediera la muerte del huésped) y proyectando la impresión de que lo estará siempre, de que se trata al fin de la ausencia de imposición en el orden de lo social.

Así pues, es necesario pensar esta negatividad desequilibrada y cómo se relaciona de forma paradójica con la opresión que en apariencia hace de homogeneizador. En las relaciones internacionales la negatividad media entre territorios, en ejes de subordinación articulados bajo el amparo de una estructura supranacional que se dice fundada en principios equitativos, lo cual de por sí es más que discutible, y sobre todo apunta sin alcanzarlos a los distributivos. Si concebimos la depreciación de Dios en el hombre como el principio fundamental no podemos evitar considerar que el sistema de producción capitalista es final, la desembocadura inevitable, insustraíble. Y, como se sigue del mismo hilo, como, en palabras de Benjamin, es “un parásito sobre el cristianismo”, como participa de su misma sustancia, se puede hablar de la misma dimensión que es más que religiosa, pero religiosa entre otras.



Hasta aquí la libérrima interpretación abstrusa de un texto abstruso que nadie excepto tal vez su autor sabe qué quiso decir, y que sin embargo contiene quizás el germen de una solución al estado de cosas al que se refiere. ¿Existen alternativas concebibles a esta lógica dominante? Las alternativas pasarían entonces, extrapolando en cierto grado lo estricto de la lógica utilizada, por fundamentarse no en el absoluto recompuesto, inefable, la ideología “completa”, en contraposición a esta estructura invisible del principio “herido”. Reavivar el moribundo en eterno último suspiro supone retornar a una organización resurrecta directamente religiosa, que no se reconoce como tal. Es el caso de las alternativas de extrema izquierda o derecha que, ignorantes de su propia herencia, no reconocen que poco a poco retornarán necesariamente al infatigable orden de cosas que combatieran, a la nueva explosión de suturas y consiguiente reapertura de heridas. Es el mismo caso, el del fascismo, el que se da en la explicitación de un proyecto político coherente, fundamentado y “absolutizable”. Se vuelve imperativa entonces, como se torna evidente poco a poco, la ausencia efectiva de un principio rector que se pueda preciar de tal posición, pero impidiendo que se construya nada que no surja del movimiento interno, para lo cual es necesario, en último término de paradojas, aspirar a una disposición del orden dado tal que se den las condiciones de surgimiento, y eso tiene por condición de posibilidad un menoscabo de la negatividad social surgida de esta dinámica cultual que venimos de destapar.




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