martes, 9 de abril de 2013

Mística del nudibranquio


Los nudibranquios (nudibranchia) son un suborden de los gasterópodos que se encuentra dentro del orden de los opistobranquios, y está compuesto de preciosas babosas marinas que un servidor lleva persiguiendo desde su más tierna infancia, y de cuya esquiva gracia en miniatura ha sido partícipe en numerosas ocasiones. Su nombre proviene de sus branquias al desnudo, presentes en la infraclase Anthobranchia en forma de florida rosa al final de la blanda espalda. No obstante, la infraclase Cladobranchia no tiene las branquias tan descocadamente expuestas [1], pero bueno, generalizando que se hace ciencia.

Te preguntarás, querido lector o querida lectora, qué hay de fascinante en unos seres viscosos en el fondo del mar que se vuelven aún más viscosos si se los saca de él. Pues bueno, resulta que son de los pocos seres viscosos que gustan igual a pequeños y mayores, porque tienen un colorido espectacular y porque no hace falta irse a los arrecifes de coral para tener cita con ellos. A mí, sin embargo, esta absorción de los nudibranquios por parte del Establishment me hizo desconfiar de su encanto algunas ocasiones, y centrar mis esfuerzos en el culto a seres viscosos mucho más heterodoxos .


Un collage ilustrativo, de babosas pertenecientes al claso Sacoglossa.


Pero siempre me rondaban cerca, y una faceta suya aguijoneaba especialmente mi curiosidad: la carencia aparente de ojos. En un principio pensé que de alguna manera estaba en la punta de sus tentáculos, pero descubrí que no, y que técnicamente no son tentáculos sino  “rinóforos”, y que sirven para detectar señales químicas y cosas así. La idea de un caracol ciego me resultaba desagradable, sobre todo porque cuando me los había topado antes con problemas de vista no había sido señal de buen agüero.


Rinóforos de neón.

Fue entonces cuando tomé la decisión, trascendental para el curso de mi vida, de estudiar la evolución del sentido de la vista en los gasterópodos.

Para empezar confirmé lo que ya sospechaba, que los ojos en un principio habían sido independientes de los tentáculos, y habían estado generalmente en la base de estos.
Lo había intuido por la familiaridad con las peonzas y las caracolas de mar y río, y me parecía lo más completo. Por un lado, hay ojos para captar la luz y la sombra, es decir, para saber lo más inmediato, para darse cuenta de si están sobre o bajo una roca o si la sombra de un tiburón los sobrevuela, por ejemplo. Y por el otro existen los tentáculos y órganos similares, que sirven para tantear, intuir y determinar el camino a seguir, y, en algunos casos, para captar sustancias químicas, olores acuáticos, vibraciones , cosas que a nosotros, pobres mortales, se nos escapan. Equipados con una herramienta para enfrentarse a las cosas toscas y sencillas de este mundo y otra para enfrentarse a sus peligros etéreos y palpar los recovecos de su senda, no hay nada que les pueda obstaculizar el camino (bueno, lo mismo un pie súbito). Además, no sé a mis apreciados lectores, pero a mí esta disposición me parece que crea rostros de singular simpatía, ante los cuales los ojos tubulares no parecen propios sino de terroríficos alienígenas.




¡Qué  monadas!


Esta perfección es socavada cuando se ponen los pies en la tierra, y entonces se decide dejar las veleidades a un lado y, como dice mi amigo Manuel, economizar carne. Los futuros gasterópodos terrestres calcularon que les sería más útil fusionar los dos órganos en uno, y colocar arriba del todo el ojo vigilante. Esto es lo que sucede con los caracoles y babosas terrestres que tan bien conocemos. Se trata de poder atisbar por encima de la hierba, de poder estirar la vista unas pulgadas y avanzar en la tecnología visual hasta ese raro estadio de perfección en el que se es capaz de distinguir objetos físicos. ¿Moluscos que se vuelven materialistas? De hacerse la imagen del mundo a partir de señales volátiles en el aire o el agua y de palpaciones tentaculares, para lo que la luz u oscuridad es un mero añadido, se pasa a un desarrollar una visión magnífica, ayudada por el tacto y el olfato. Y digo "magnífica" para ser un gasterópodo, pues distinguen más la masa que la forma y tampoco es que puedan ver a muchos centímetros de su cuerpo [2]. Tienen vista, pero no miran más allá de sus narices. Les importa más el tamaño y las proporciones que la belleza. Si ven comida tras un cristal, se chocan contra él, y se ahogan en cerveza[3]. Así conozco yo a muchos seres terrestres...



¿Qué hace ahí Karl Rove?


¿Sucede entonces que los nudibranquios, epítome del gasterópodo marino, se han decidido, desde el otro extremo, también por el cálculo y el ahorro de recursos?

Pues no, y ahí viene lo interesante. Resulta que tienen ojos, prácticamente todas las especies, pero si han sido reducidos al mínimo no han sido por otra cosa que por el verdadero y prolongado desuso [4], por la incuestionable inutilidad de ver.

En babosas marinas más cercanas al modelo terrestre son visibles aún, bajo tentáculos, rinóforos y promontorios varios. En otros opistobranquios como las liebres de mar (aplysiomorfa) se pueden distinguir relativamente bien los ojos redondeados, que suelen otorgar una mirada de sorpresa, de sensibilidad, muy lejana a la fría y rara mirada tubular de las babosas de tierra.


      
Liebres de mar.


Pero, ya en algunos nudibranquios, esos ojos han reducido su tamaño aún más y se suelen localizar muy atrás, tras todos los rinóforos, alargando su rostro y haciendo las protuberancias parecer grandes bigotes a la húngara. Esto les dota de un aspecto aristocrático, señorial y decadente. Podríamos decir que se debe a que ellas son la última generación frente al abismo.




Busca a Wally



Los nudibranquios más extraños, más distantes de nuestros prejuicios ordinarios sobre cómo debe ser una babosa, suelen hallarse en la clase Anthobranchia, aquella que se caracteriza por tener las branquias expuestas a la intemperie en forma de flor. Ese pintoresco giro anatómico me evoca preciosas imágenes: es como si a uno se le abriera el pecho y se dejara que el corazón interactuase con el mundo sin que nada medie en esa comunicación. Pero, en este caso, con el respirar. Puede decirse que están predispuestos a abrirse a las aguas de la vida, para captar todo lo que puedan de ella.

Pues bien, en estas especies los ojos han desaparecido prácticamente, y suelen encontrarse ya bajo la piel, prácticamente incrustados en el cerebro. La tendencia a lo largo de los siglos es, por tanto, que su vista se vaya nublando mientras los ojos se van hundiendo hacia el fondo del cuerpo, sólo capaces ya de mirar hacia el interior.




 Ojo subcutáneo.


Del lejano mundo de afuera únicamente pueden señalar cuándo empieza el día y acaba la noche, o viceversa [5]. A cambio, los rinóforos se erigen como órganos de contacto con las sustancias volátiles disueltas en el agua, que muchas veces son emitidas por los propios nudibranquios. Los miembros de la misma especie se persiguen buscando las nubes perfumadas que expulsan al agua, y copulan sin verse en un ciego encuentro, adoptando cualquier rol, pues tan abiertos están a todas las posibilidades de la existencia que poseen ambos sexos (como sucede, por otra parte, en la mayoría de opistobranquios y gasterópodos terrestres). Por regla general no pueden auto-fecundarse.





Huevos de babosas de mar con su característica forma en espiral, símbolo de la introspección y el conocimiento de sí.



Es en estas especies donde la profusión de formas y colores alcanza sus resultados más extraños y elegantes. Mientras que aquellas en cuya transparencia aún se adivinaban ojos poseían demasiados sacos y tentáculos, lucían ese barroquismo que siempre florece en períodos de ruina imperial, la belleza de estas se caracteriza por el orden, la limpieza de volúmenes y la elegancia.




Para que se entienda brevemente a qué me refiero (se puede seguir y mucho)



Y es tanto su gozo constante que cuando nadan suelen hacerlo en forma de baile, y, dado que poseen un manto más largo que el de las otras, el resultado no es nada desdeñable. He aquí un vídeo de muestra, y otro)



¡Yupi!



Pero existen inconvenientes para que estos seres virginales continúen su mágica danza, absortos del resto del mundo. Para comprenderlo hemos de profundizar en la naturaleza de esa flor sembrada en sus espaldas, que resulta no ser precisamente decorativa.
Hace mucho, cuando estas criaturitas comenzaron su carrera hedonista, optaron por seguir una dieta arriesgada y exótica, que les proporcionara un arsenal de nuevas experiencias sensitivas, y empezaron a nutrirse de ponzoñosas anémonas y medusas. Pero no estaban preparadas para tamaña osadía, y sus estómagos, incapaces de digerir el veneno, hicieron que este se acumulara en su espalda para evitarles la más necia muerte.

Ahora, pese a que ellas no son conscientes, hieren a cualquiera que los toque.

Y cada matiz de color en sus cuerpos, aunque ellas piensen que el cromatismo es por pura estética,  es en realidad una advertencia muda al resto de seres para que no traten con ellas, un aviso aposemático de que en sus filas se encuentran algunos de los animales más ponzoñosos del mar. Y las hay, cómo no, que poseen la facultad de sesgar la vida humana.[6]
De ellos yo, personalmente, saqué en su momento muchas conclusiones respecto a la vida y a las personas. Pero estos pedacitos de moco, en su cerrazón al mundo, en su submarina pérdida de contacto con la realidad, no pueden hacerlo. Siguen ahora mismo bailando y deslizándose con la prístina elegancia de antaño, ignorantes de su peligrosidad. Todos los animales no sésiles que se las cruzan se apartan de su paso. Quizás llegue el día, a mí me gustaría vivir para verlo, en el que finalmente puedan fecundarse a sí mismas y no necesitar más a nadie. Ser todo interior. O, mejor aún, en el que desaparezcan del todo sus ojos enanos e incrustados y pierdan todo contacto con los días y las estaciones, sin poder diferenciar la luz del día del negro nocturno, y ya nunca más cesen para descansar de su desfile suntuoso.





Glaucus Atlanticus.







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