miércoles, 1 de mayo de 2013

Égloga


Él levantó la parte superior del labio, enarbolando una mueca de desprecio. Ella no entendía por qué lo había hecho, y  calló y permanecieron en silencio, en todo el silencio que puede generar un césped junto a una carretera muy transitada. Algodón y polen flotaban en el aire, rosados al sol, y al otro lado de la carretera había un suave relieve de lomas verdes, de caseríos y de puntos inmóviles que podían ser ganado pastando. Ella cogió un catalejo, se irguió como pudo y miró hacia los puntitos y dijo “mira, son vacas”. Él dijo “aquí sólo son puntos”. Ella dijo “¿Cruzamos para verlas?” Él dijo, “No, no es necesario. Aquí estamos bien.” “¿Por qué?” “Porque no pueden herirnos”. Ella repuso, “pero si nos hirieran en ese caserío podrían curarnos, seguro que tienen algún botiquín para sanarse ellos”. “Pero si fueran ellos los que nos disparasen, las vacas no podrían curarnos”. Ella se sintió tonta y se mordió el labio, tratando en vano de encontrar un contraargumento. Por toda respuesta volvió a mirar por el catalejo. Vio que, tras los coches que pasaban enojados y el polen que caía, un hombre salía con una mujer de la granja y se adentraban en un bosquecillo. “Ahora han salido de la granja. Es nuestra oportunidad” “¿Y qué pasará si vuelven?” “Pues que podremos entrar en el bosquecillo” “¿Y qué interés tengo yo en entrar en el bosquecillo?” “Allí podríamos hacer multitud de cosas, todo lo que aquí, a la vista de los conductores, no nos podemos permitir hacer” “Si ya hacemos nuestras necesidades, comemos y dormimos aquí… ¿qué otra cosa quieres?” “Cosas menos naturales, más … prohibidas” “No me convences” Y ella se mordió el labio, sin quedar convencida de su desconvencimiento, y porque estaba algo excitada. De súbito, el pico de una montaña lejana cayó y destrozó valles y forestas. Ella lo miró nerviosa a él, pensando: “¿Se habrá dado cuenta?”. Él parecía absorto en sus pensamientos, su labio superior aún alto. A ella le dio la impresión de que no se había dado cuenta, pero no dejó de mirarlo significativamente. Él no apartó la mirada de las nubes. Un trozo de algodón se posó en su nariz. Volvió a asomarse por el catalejo. “Mira lo que hacen”, dijo, “Están junto a las vacas, y no les están atacando” “¿Vas a seguir con eso? Aquí estamos bien, aquí somos felices. No es nada sensato plantearse cruzar esa endiablada carretera e ir a buscar no entiendo qué en un monte lleno de bestias. Es ilógico. Quédate aquí , conmigo. Como siempre, cariño”. Pero, mientras él hablaba, ella se había atrevido a mover la pierna y descubrió que ya no le dolía, que parecía que ya no estaba rota y ya era hora, porque los restos del capó accidentado y el espejo retrovisor apenas se distinguían, cubiertos como estaban por el alto césped. Se levantó con un poco de dificultad y aún con más logró esquivar los coches, sus gritos, y estirando la pierna traspasó el murito con trozos de tela arrancada que permitía pasar al otro lado.

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