martes, 16 de julio de 2013

La era del vacío- Epílogo del epílogo: Teoría y práctica

El antiguo modelo de las relaciones entre teoría y práctica era, por supuesto, el de la coherencia absoluta: el pensamiento desembocaba en una aplicación práctica consecuente con todo lo anterior en forma de deber inevitable, inviolable siempre y cuando se aceptaran las premisas, y viceversa, la práctica ofrecía una pauta que al descifrarse revelaba, aunque no se fuera consciente, la existencia de tal o cual tónica de pensamiento como influencia. Si esto último necesita un ejemplo para verse pongamos el de la idea de “falsa conciencia”, que se presenta en aquellos discursos que creen poseer una herramienta para explicar factores que afectan al sujeto y que él desconoce. Lo primero que se puede venir a la mente son los “discursos de la sospecha” de los que hablé en otro sitio, pero realmente se puede aplicar con mayor o menor acierto a cualquier clase de ciencia (psicología, antropología, sociología, historia..) que pretenda explicar en algún grado el comportamiento o el entorno del individuo de acuerdo a razones que escapan a éste, a menos, claro, que sea un entendido en la materia. Es un pensamiento inductivo, que tiende a lo científico, mientras que el otro, la práctica como consecuencia de la teoría, es más bien deductivo, analítico, unas ideas se siguen de otras y sus órdenes se presentan como imperativos formales. Sirvan sólo de aclaración estas asignaciones.

Los dos, cada uno con su distinto criterio de verdad, se pueden relacionar si no hay obstáculos teóricos para ello y cuando todo fluye entre ellos y se puede ir de uno a otro extremo sin entramparse tenemos una coherencia. Proporciona una cosmovisión cerrada, si la teoría es de amplitud, y toda teoría que imponga una pauta de comportamiento es de máxima amplitud, donde todo nuevo fenómeno es interpretado según las herramientas inductivas que la teoría dispone. ¿Y lo que no casa del todo, lo que tiene una probabilidad pequeña, lo que no encaja bien en el molde? Se trabajará en una enmienda. ¿Cómo se realiza una enmienda? Buscando nexos entre las bases que ya poseemos, los cimientos de nuestra ideología y  el nuevo fenómeno. Así es como funcionan las constituciones. ¿Hay posibilidad de que una constitución cambie súbita y radicalmente de premisas a base de enmiendas consecutivas? Ha habido muchos casos, pero se convendrá conmigo en que no es por eso por lo que se fabrican, sino más bien para favorecer el estatismo de unos principios.

Hemos hecho el símil con la Ciencia y con la Constitución. La ciencia se divide también en teoría y práctica, ya sea esta última experimental, clínica u otra cosa. Para que la materia se mantenga en pie se le exige a este nexo la mayor solidez posible. Todos sabemos que no hay ciencia sin goteras en el techo, problemas en la adecuación de la teoría vigente y “lo que resulta” en la práctica, o lo que “es práctico hacer”. Lo que diferencia una ciencia de una “ideología” es que no debe imponer nada al obrar y que cuanto más lo imponga más se saldrá de lo que se supone el ámbito científico “puro”, ejemplificado por la física. Pero la analogía de su funcionamiento con respecto al de una ideología es acertado: uno hace, a lo largo de su experiencia vital, a base de deducciones, hipótesis, ensayo y error, lo mismo que una ciencia a lo largo de su historia. Como reza la famosa sentencia del antropólogo José Luis Melara, “Yo soy una ciencia”. O cuanto menos (hagamos una enmienda), aspiro a serla.

Hasta aquí parece que el antiguo modelo “teoría-praxis” se tiene en pie. Pero en el siglo XX el ansia expansionista de la inducción científica sobre todos los ámbitos de lo humano ha recibido múltiples hachazos, que han bajado las humos tanto de los Hari Seldon como de los Sheldon Cooper. Para quien los desconozca, hablaremos brevemente de los pensadores Popper y Kuhn, dos de los pesos pesados recomendados en el anterior artículo.

El filósofo austríaco Karl Popper proveyó a la ciencia de su actual criterio de garantía: el falsacionismo. Una teoría que puede ser falsada es, evidentemente, que se puede demostrar su falsedad, más propiamente dicho, que existe un método mediante el cual comprobar su falsedad. Si se descubre una nueva forma de energía que contradice los principios aplicables a las energías que ya conocemos, habrá que revisar esos principios. Si una hipótesis no es capaz de explicar su contradicción con respecto a la tesis reinante, y da una explicación menor y menos rigurosa a los fenómenos que ésta, habrá que revisarla. Si da una explicación mejor que la tesis reinante, habrá que revisar la otra. 

¿Qué pasa con el falsacionismo en el día a día? ¿Cómo se aplica a una “ideología”, que impone sus principios a cualquier fenómeno posible que se le pueda entregar? Pues, según estos principios, no se hace. No pueden ser ciencia, sólo sistemas de interpretación del mundo, sin fundamentos sólidos. Las ciencias sufren “revoluciones”, porque crecen, crecen y crecen hasta que algo no puede explicarse con los principios existentes, y entonces hay que cambiarlos. No hay un paradigma definitivo, de hecho, todo lo que es científico lo es en virtud de su fugacidad. Aspirar a alcanzar desde la finitud de nuestro conocimiento un punto donde nuestro conocimiento sea infinito, donde poder explicarlo todo para siempre, es una insensatez. Al partir siempre de bases finitas podemos avanzar pero siempre en el supuesto de que no es la dirección correcta, de que podemos vernos forzados a virar radicalmente, y de que nunca sabremos cuándo será eso. Y eso provoca un insoportable estrés cuando tu vida depende de ello.

 Kuhn es aún más sarcástico. Cree que los cambios de paradigma científicos se deben a que los científicos viejos con ideas viejas van muriendo y los jóvenes, con otra serie de ideas “de moda” los sustituyen. La sangre vieja es sustituida por la sangre fresca, y a veces sí se pueden abordar los nuevos problemas desde los viejos paradigmas, pero se requiere mucho tiempo, más del que vive una generación, y las ideas evolucionan más rápido que las generaciones.
De acuerdo a esto, si pretendemos seguir un acercamiento ideológico “objetivo” a la realidad, parece que debemos atenernos a principios que contradicen la misma esencia de una ideología. No podemos vivir más de una vida ni tener más de una conciencia ¿cómo se producen las revoluciones radicales? ¿Se trata de que, ante un fenómeno que creamos susceptible de dar en el punto débil de nuestra ideología, nos volvamos fanáticos de otra cosa? ¿Bajo qué criterio se escoge? ¿Qué es más válido, uno que se vuelve cristiano ante una visión divina o uno que se vuelve positivista leyendo a Comte? Y, lo que es más importante, ¿no debería una ideología, por ser algo más afín al existente humano de carne y hueso, tener una garantía mayor que la ciencia?

Cuando se le preguntó por qué apoyaba un discurso político seseintayochista, si para algunos su teoría no desembocaba ni en lo más remoto en bases cercanas al movimiento, Gilles Deleuze respondió que hay que encontrar un nuevo nexo entre las relaciones entre teoría y práctica, entendiendo que el apoyo público a eventos de carácter político es vida práctica y no mera especulación (no obstante, y esto la intelectualidad francesa lo sabe muy bien, frecuentemente desconoce u omite aposta los “detalles prácticos” de dichos eventos). En una esperable terminología que provoca más un juego con el lenguaje que un desplazamiento conceptual, responde lo que en imágenes se puede comprender con claridad como una secuencia de parches: la práctica cubre aquellos aspectos que la teoría deja irresolutos, y ayuda a la teoría a encontrar nuevas dimensiones, así como la teoría actúa de faro para orientar un poco el campo de búsqueda de la práctica. No se siguen la una de la otra, sino que se compenetran manteniendo una gran autonomía.

Esta respuesta es ingeniosa, pero implica que no hay nada de índole intelectual que motive el salto de una parte  a la otra. Parece que simplemente uno tiene ganas de hacer algo, y punto. Uno tiene ya de antemano un atisbo de conciencia social, como parece ser el caso hablando de Mayo del 68 (si habláramos del 15 M quizás sería otra cosa) pero de dónde se ha sacado ese atisbo no queda nada claro, con lo que hay que deducir que simplemente hay una serie de valores cuyo seguimiento es sentimental.
Una respuesta así se inclina en muchos casos por el lado del cristiano renacido. Se le resta toda importancia al ámbito de lo intelectual, de lo lógico, de lo compartible con todos los otros seres humanos. Y no olvidemos que el mundo no ha cambiado tanto como para que la obediencia ciega a los propios sentimientos no esté a un paso de la fuerza bruta. Hoy pueden ser inocentes adoquines a la policía, mañana balas para el conde.

Parece que, aunque en ámbitos como la epistemología de la ciencia se puedan lograr criterios válidos, al menos temporalmente, en la acción práctica uno se inclina por la balanza de obedecer a una teoría omni-abarcante o de obedecer a los propios sentimientos y las justificaciones mediocres de estos. No hay término medio. O fanatismo o fanatismo. Todas nuestras opiniones sobre lo que realmente importa, el mundo, las personas, lo que hay que hacer, lo bueno y lo malo, son papel mojado en virtud de este juego. Es un absurdo vertiginoso al que los existencialistas respondían con la urgencia vital de encontrar una “causa justa” que seguir, que otorgara un poco de sentido al día a día. Más divertido, menos partidista es, más que introducir la épica como una más de las actividades cotidianas, elevar todas estas actividades a la modalidad de lo heroico. Convertir el comer en aprender (absorber) cosas nuevas, currar sólo con el principio de boicotear el sistema por sobrecarga, cagar dando a luz. 

Al elegir lo épico, uno introduce una nueva pauta en su vida, su obrar se abre a nuevas posibilidades: puede regirse por la legislación vigente en el lugar en el que se encuentra o bien actuar según las convenciones de su personalidad alternativa, el código de la actividad que realiza en metáfora, analogía o símbolo. Según se van introduciendo detalles de lo imaginado que incursionan en la vida real, el medio externo reaccionará a ellos de forma distinta que si se actuara como está esperado, con lo que las condiciones de la rutina irán cambiando. Si los otros responden con farsa  a la farsa, se pondrá en marcha una gran ilusión que sublime vidas de forma colectiva: el lugar de trabajo se volverá campo de batalla y no lucha telepática, las colas y multitudes etnografía recíproca y no imperialista, la familia objetivo común y no azar geográfico... 

Si esta sublimación se traslada al plano institucional, algunos argumentarán que se seguirá la vía del cristiano renacido y se acabará legitimando un poder cualquiera mediante grandes relatos, imágenes gloriosas y delirios de grandeza... con una diferencia con respecto a los Imperios del pasado: el poder emanará de abajo y de una voluntad plural y espontánea, consciente por añadidura de los errores de la historia, consciente además, por haber iniciado el paso, de que nuestra supuesta superioridad histórica con respecto a otras eras es una falacia que sigue ocultando el asesinato indiscriminado. Y, lo que es más importante, ¿sus supuestas consecuencias nefastas nacionales o mundiales, si se generalizan las ínfulas de grandeza, invalidan la opción ética individual de actuar de esa manera aquí y ahora?

Esta es la gran paradoja de la conciencia del relativismo, que corta de raíz acciones que pudieran ir, si se generalizan, en contra de sus enseñanzas, forzando a la mansedumbre inquieta, a no poder huir ni enfrentarse, a la asunción de una vida sin grandes significados, una vida inútil, un respirar sin sentido y estar por estar, para el que tenga los ojos abiertos al mundo contemporáneo de significantes (aunque la mayoría de la población se emplee en los más viejos y burdos, como la amistad, la religión, el arte, el amor y otras formas de egolatría).

Ante la opresión tácita y benevolente, un abanico de alternativas libres pero todas mediocres, el individuo tiene el deber moral de actuar, dado el relativismo de éticas, bajo los más gloriosos principios que pueda concebir. Y, si por algún raro azar todo fuera mal, ¿acaso habría mucho que perder?

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