lunes, 28 de octubre de 2013

White velvet



En una entrevista reciente le preguntaron a David Lynch por qué esa manía de filmar series de pago. La respuesta dejó perplejo al personal: no está seguro de que las salas tengan ya mucho interés en su cine. En estos tiempos sombríos hasta las leyendas vivas sucumben ante la Industria. Hasta David ha sido lynchado por Goliat. Figúrese el futuro Orson Welles el panorama que le espera

Muy diferente es la suerte de Almodóvar. Aunque posee un  huevo de creación pura  (-óvar) tras todo el estrafalario espectáculo que le circunda, le puede demasiado ir ALaMODa-. 

Gracias a eso no tiene problemas, aunque, como hemos visto, su viril nombre esconde demasiadas “a”s.  De ahí que, cuando se levantó a besar la mano de David en su última conferencia sobre la meditación trascendental, éste hiciera un gesto extraño, que podemos interpretar como:

“bueno, Pedrito, pero sólo la mano...”






Uno iba vestido de riguroso negro, como buen gurú, el otro llevaba un foulard estilo Reina de Oriente y un jersey de abuela, como buen pegamoide. Pero algo emparentaba a los dos genios. Un rasgo que pocos comparten y que, sin embargo, se ha vuelto parte indispensable del estereotipo de realizador de cine experimental (y estérilmental) que llevamos sufriendo desde la década en la que Lynch plantó sus primeros pinitos.

¿Es la calva respetable de un Kubrick? 







 ¿La pelusa desabrida de un Godard? 





¿Un mirlo a lo Hitchcock? 









Al contrario. La clave es el seto. En la punta de la cabeza. Y de ser posible canoso, que queda más respetable.









Porque cuando uno es joven es normal darse a la narrativa paraboloide, filmar con el móvil y marcarse beodrios de arte y empacho. A esa edad, uno aspira tan alto que necesita un flequillo de diez centímetros de altura. Locuras de juventud. Pero el verdadero mérito empieza cuando cae el invierno, el seto se vuelve blanco y, pese a  todos los consejos de amigos, amantes y psiquiatras, esa clase de cine sigue ahí,  tal vez más anquilosado, pero no menos provocador. Véanse las últimas proezas de Almo, David o Jimmy (Jarmusch).  

Es entonces cuando el seto se vuelve el raro y preciado animal albino por el que hoy suspiramos. Entonces es cuando se fraguan un Eisenstein, un Epstein, un Cronenberg...

Si miramos fijamente la foto notaremos, además del gesto ambivalente de David, varias diferencias entre ambos setos. El de Lynch está más echado hacia delante, ocupa un mayor espacio en el plano horizontal, porque responde a un cine mucho más radical, más arriesgado, menos amigo de las convenciones. Por el contrario, el de Al(a)mod(a)óvar  casi se confunde con un peinado “normal”. Inclusive con indicios de calvicie, que los Oscars no quitan lo hispano. Uno tiene que calcular las proporciones con respecto a su rostro para reconocerlo como matorral de pleno derecho. Que lo es. 

No sabemos qué palabras intercambiaron ambas probóscides tras el encuentro público. Tampoco si intercambiaron algo más que palabras. Yo moriría por ver enredarse ambos setos en un beso. Ya nos lo enseñó el venerable Werner Herzog: cuando no tienes nada que perder, lo mejor es asociarte con Lynch. Tal como está el cine español, mucho hemos tardado.










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