Hay que tener una ideología y una ética cuando se va a votar, sí. Hay que tenerlas cuando se va a realizar una labor humanitaria, sí. Hay que tenerlas cuando se va a hacer una encuesta, sí. Hay que tenerlas cuando se tiene una discusión con amistades que resisten una discusión, sí.
Pero ¿hay que tenerla las veinticuatro horas del día
revoloteando sobre nuestra cabeza? ¿Son ellas nuestras herramientas, o somos
nosotros sus herramientas? Vamos a
ver, Ángel de la Guarda: ¿quién está al servicio de quién?
La pretensión de unidad del sujeto es como el
Absoluto, el “desarrollo de la conciencia”, el Conocimiento Verdadero, la
Ciencia Completa, la Ética Objetiva, el Sistema Ideal: es decir, una entelequia
meramente conceptual, concebida tras el traslado al farragoso terreno del
paroxismo de los postulados de nuestra propia razón, postulados que difícilmente podemos cuestionar mediante el ejercicio del puro pensamiento. Nuestra principal baza
para deshacernos de ella es la creciente evidencia empírica que nos conduce a
jubilarla como idea poco práctica y a sustituirla por otra que explique una
mayor cantidad de fenómenos.
Las generalizaciones a que nos conduce la vida real nos sugieren que la contradicción, los impulsos opuestos y enfrentados, los actos gratuitos, siguen sucediendo incluso para los más santos, que nadie parece ser capaz de alcanzar la perfección y que las sombras parecen igualar en cantidad y densidad a las luces. No voy a negar esto, pero, admitiendo que lo contradictorio tiene lugar, que la disparidad es abrumadora, que el yo carece de una unidad fija, de un punto estable, axial, pivotal, tenemos dos opciones: o nos aferramos a una ideología-ética con fiereza, y entonces cometemos pecado mortal por el mero hecho de ir de compras o contemplar un determinado trasero, o bien decidimos que la ideología es necesaria sólo en algunas ocasiones. Probablemente, miraremos el trasero de marras elijamos lo que elijamos.
Las generalizaciones a que nos conduce la vida real nos sugieren que la contradicción, los impulsos opuestos y enfrentados, los actos gratuitos, siguen sucediendo incluso para los más santos, que nadie parece ser capaz de alcanzar la perfección y que las sombras parecen igualar en cantidad y densidad a las luces. No voy a negar esto, pero, admitiendo que lo contradictorio tiene lugar, que la disparidad es abrumadora, que el yo carece de una unidad fija, de un punto estable, axial, pivotal, tenemos dos opciones: o nos aferramos a una ideología-ética con fiereza, y entonces cometemos pecado mortal por el mero hecho de ir de compras o contemplar un determinado trasero, o bien decidimos que la ideología es necesaria sólo en algunas ocasiones. Probablemente, miraremos el trasero de marras elijamos lo que elijamos.
La primera opción, la de adscribirse a una
personalidad definida con un código definido, que exigen completo seguimiento y coherencia personal, conduce, como hemos visto, a que
cuando la pasión, la pulsión, el instinto, el sueño, el desliz conduzcan a la
contradicción, no seamos nosotros los que la provoquemos, sino que seamos
provocados por ellos. Por el contrario, quien acepta un yo inconcluso, quien no
aspira a la unidad y admite de buen grado lo irresuelto y múltiple de la propia
interioridad, puede llegar a decidir mejor cómo manejar sus representaciones
contradictorias. Al fragmentarse, alcanza la armonía.
¿Cómo lo consigue? Muy sencillo: al admitir sus
puntos flacos, no le pillan tan de improviso. También, es cierto, puede
perderse el sujeto “fragmentado” en el emerger descontrolado de su pura
fragmentación, pero, con un poco de tenacidad, puede aprender a controlar sus
máscaras, a jugar con sus distintos yos, a meterse en la piel del otro y
escuchar sus ideas con mayor claridad, sin por ello abandonar la pretensión de atenerse
a una ética o una ideología concreta cuando sea preciso.
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