La desproporcionada influencia del raciocinio, empleado a menudo donde no tiene cabida, nos hace creer una desfachatez el utilizar éticas distintas los sábados por la noche y los domingos por la mañana. También parece que una ideología que sea capaz de dar su brazo a torcer en las ocasiones en las que no resulta imprescindible es una ideología débil, que no se toma en serio las cosas. Esto es, no porque la aceptación de un yo fragmentado conduzca a comportamientos irracionales, sino porque juzgamos con un modelo de racionalidad compacta y unívoca que carece hoy de prestigio y, sobre todo, de utilidad.
Lejos de mí la intención de publicitar el
relativismo, el pensamiento líquido, débil, complejo o cualquiera de esos
intentos peligrosamente chapuceros de establecer un nuevo modelo de racionalidad.
En este caso, con lo que tenemos nos basta: no quiero decir que sea la razón lo
que falla a la hora de juzgar, sino una serie de prejuicios, fruto de la
preponderancia de la religión en el ámbito de la ética durante los últimos
milenios, que tratan de entender al hombre como una coherencia de nivel muy
básico, como un ser cuyos actos deben ser guiados por códigos simples de diez
mandamientos, siete pecados o dos partidos turnistas. Y es verdad que la
tendencia a la economía de pensamiento favorece, en el común de los mortales,
la aceptación de estos esquemas simples. Así nos va: una Historia vergonzosa donde
todo son masacres y penurias, una economía delirante que toma el lugar de los
sujetos ante su propia abulia y una política simplista orientada a las
consignas vacías y la manipulación de masas.
No creo caer en la falacia del término medio cuando afirmo
que, entre la simplicidad extrema de la ética monoteísta, el absolutismo
monárquico y el dogma de fe, por un lado, y la complejidad exagerada y la
imposibilidad de comprender el mundo que propugna parte del pensamiento actual,
por otro, puede existir una racionalidad compleja que supere, sí, el mínimo
establecido por la pereza biológicamente programada en nuestra especie, es
decir, que no se base en un solo paradigma sin peros que valgan. Sin estar descrita en términos binarios, pero sin
alcanzar la peligrosa irracionalidad del posmodernismo.
En los campos, fundamentales para todo lo demás, de
la ética, la conciencia de la propia personalidad y la ideología, alcanzar esa
complejidad racionalmente articulada es la única posibilidad de
“perfeccionamiento personal” que se me ocurre. No hablo de teorías abstrusas e
inaplicables, es tan sencillo como lo siguiente: por ejemplo, en lugar de
contemplarte a ti mismo como algo que aspira a ser en todo momento uno y el
mismo, en lugar de presentarte a los otros con un carácter invariable, predecible,
artificioso, en lugar de cortar todas tus acciones con el mismo patrón,
concíbete como varias cosas distintas, tantas como encuentres en distintos
estados de ánimo y momentos. Admite lo que no te gusta: lo que eres cuando te
enfadas, cuando sientes envidia, cuando tienes celos, cuando estás en plena excitación sexual. Dales nombres, personifícalos, atráelos a ti: cuando alguien te
disguste con algún comentario, en lugar de mostrarte altiva, declárate “Juana la Sensible”, cuando te sientas arder de celos en plena discusión, avisa a tu
pareja de que “ha llegado el Pepito que Teme Perderte”, cuando tu mujer
descubra carmín en tu cuello y no sepas qué responder, encomiéndale la misión a
“Manolo el Taladro de Bragas”…
No consideres a estos personajillos un accidente, un
estado pasajero, un momento sin importancia, una actitud supeditada a tu
“personalidad principal”, algo, en suma, digno de ser borrado de los anales de
la historia. Trata de admitirlos como una genuina manifestación de lo que eres, otro yo tan legítimo como el que florece
cuando estás contento, saciado y sexualmente satisfecho. Verás cómo, poco a
poco, al admitir las partes de ti que antes te desagradaban, al justificarlas y
darles plena acogida en tu seno, comienzan a producir cada vez menos
sufrimiento, las diferencias pierden sentido,
tus fragmentos se desgastan, se abrazan y se relacionan. Habiendo
alcanzado ese punto de relativa aceptación, puedes empezar a elegir de verdad qué
partes quieres potenciar y cuáles disminuir, y de estudiar cómo se comunican. Es
entonces cuando podrás empezar a conversar con aquellas criaturas vergonzosas, aquel ejército de marionetas
cuyas cabezas antaño tratabas de empujar a palazos con una mano mientras con la
otra firmabas cada amanecer un nuevo certificado de defunción.
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