jueves, 19 de junio de 2014

El sol en Flandes








  Coexisten dos cuerpos coetáneos despuntándose la entidad del carácter material: la realidad y el deseo.

 Todos somos interdependientes en este mundo nuestro: ninguno de nosotros puede ser dueño de su destino por sí solo. Por coalición, todo lo que nos separe y nos impulse a mantener nuestra distancia mutua, a trazar esas fronteras y a construir barricadas. Todos necesitamos tomar el control sobre las condiciones en las que luchamos con los desafíos de la vida, pero para la mayoría de nosotros, ese control sólo puede lograrse “colectivamente”.

  Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser una colectividad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo: una sociedad que atienda (y se responsabilice) la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho.

   Así, el valor de la comunidad original estriba en esas dos intenciones: la pensé unique de nuestra sociedad de mercado desregulado omite ambos cometidos y proclama abiertamente que son contraproducentes a los predicadores de la comunidad (adversarios jurados de este tipo de sociedad –reacios a acudir en defensa de cometidos abandonados-).


  A medida que la multitud urbana se va haciendo más diversa, las probabilidades de tropezar con equivalentes modernos de las marcas al hierro aumentan proporcionalmente; y también, por consiguiente, se alarga la sospecha de que podemos ser demasiados lentos/ineptos para descifrar los mensajes que puedan contener los signos con los que no estamos familiarizados: tenemos razones para sentir miedo y culpar a la vida urbana de ser peligrosa por su variedad.


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