Decíamos ayer que ante
la falacia del reparto equitativo por parte de cierta casta política no queda
más alternativa que achantarse y plegarse o asumir el derecho a la ciudadanía.
Ganarse ese precepto implica madurar en razón y gobierno. Valerse de ese precepto
es un ejercicio liberador sólo en manos de unos exclusivos elegidos.
Se constata que el
progresismo se ha asentado en las masas debido al éxito social. Su aceptación
conlleva el deterioro devastador del pueblo y su soberanía. Más aún, la
prevalencia del sofismo progre acota el vuelo de la élite intelectual que se ve
disminuida en sus esfuerzos comunicativos para concienciar al ciudadano.
En su catadura
moral infinita, el progre condena al ostracismo a todo aquel que no comulgue
con sus postulados neoinquisidores. Ostenta toda regla del juego sabedor de que
de la pegatina antisistema al boletín oficial del estado solo hay un paso. Tras
el Holocausto proliferaron estas termitas de la corrección política como una
sabandija tumbada al raso esperando el progreso infinito y global del mundo.
Por ello, la condena
en firme, y posterior linchamiento público, de don Pedro Pacheco Herrera es un
nuevo estigma para el consciente colectivo de nuestro pueblo. Pacheco
representa el tótem de nuestro folclore, el arquetipo final, la raíz de todos
nosotros que vive oculta en los versos que no escribo y perdí. Don Pedro bien merece una misa.