sábado, 27 de septiembre de 2014

Sabiduría oculta en la cocina jerezana (II)


Pero no todo va a ser pimple.  En Jerez no sólo sobra brandy. También sobran huevos. Sobre todo la yema, pues la clara se utilizaba en las bodegas para clarificar el vino, valga la redundancia. De ahí que un humilde convento de monjas, para encontrarle una utilidad a tanta yema, descubriera que se puede alcanzar el cielo por otras vías aparte de la ascética. Pero antes, para comprenderlo mejor, tenemos que visitar la campiña.

Y es que Jerez es un microcosmos muy completo, pues incluye nada menos que una variada serie de topónimos con referencia el infierno, el cielo y el purgatorio, los cuales forman una especie de línea infierno-cielo que parte de las calurosas tierras de labranza que la circundan y se dirige hacia la urbe principal (algo poco asombroso si se tiene en mente cuánto tuvieron que sufrir en esos campos innumerables generaciones de jornaleros, mientras los señoritos se pavoneaban por la Calle Larga).[1] Del mismo modo, y para completar el cuadro, había a las afueras dos viñas alegóricas enemigas, una enfrente de la otra: la viña de Dios y la viña del Diablo. Esa independencia espiritual de Jerez, que además del ayuntamiento y los edificios del gobierno posee representantes de las  más altas instancias celestiales, es hasta donde yo sé única a este lado de Roma.

Pero el verdadero representante del Señor en la piadosa ciudad de los dos Patrones es el tocino de cielo, nombre que fusiona la pringosa materia orgánica con el hogar espiritual donde Dios nos aguarda.[2] La pastelería del sur de España sigue muy influenciada por la musulmana. No obstante, tras la Reconquista fueron los conventos femeninos los principales productores de dulces. Copiaron las recetas de los moros, sí, pero les añadieron sacrílego tocino a casi todas, y así las cristianizaron. Y a las que no se prestaban a ello simplemente las santificaron entre dos  hostias, como hicieron en Alicante con esa delicia árabe que hoy llaman “turrón”.
También fueron monjitas las que bautizaron el tocino de cielo. Según la leyenda, lo ingeniaron las del convento del Espíritu Santo para aprovechar las yemas que sobraban en las bodegas, y, como la mayoría de los dulces de convento, quedó asociado a las clases populares, a esos mismos jornaleros que  olvidaban sus numerosas penas diarias por medio de unas cucharadas de aquella promesa celestial. Promesa que, en contacto con el cielo de la boca, desde luego ayuda a desarrollar la vena mística.

Su mayor pega: su cualidad de grasilla no lo hace recomendable para anoréxicos o hipocondríacos. Algunos se imaginan, al conocer la anécdota, que por su culpa las jerezanas están muy obesas. E incluso que son feas, porque la berza jerezana típica se hace con cardillos. Paparruchas. En ese caso, ya le echaría yo un buen polvorón a esos mantecados…


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