Pero no todo va a ser pimple. En Jerez no sólo sobra brandy. También sobran huevos. Sobre todo la yema, pues
la clara se utilizaba en las bodegas para clarificar el vino, valga la
redundancia. De ahí que un humilde convento de monjas, para encontrarle una
utilidad a tanta yema, descubriera que se puede alcanzar el cielo por otras
vías aparte de la ascética. Pero antes, para comprenderlo mejor, tenemos que
visitar la campiña.
Y es que Jerez es un microcosmos muy
completo, pues incluye nada menos que una variada serie de topónimos con
referencia el infierno, el cielo y el purgatorio, los cuales forman una especie
de línea infierno-cielo que parte de las calurosas tierras de labranza que la
circundan y se dirige hacia la urbe principal (algo poco asombroso si se tiene
en mente cuánto tuvieron que sufrir en esos campos innumerables generaciones de
jornaleros, mientras los señoritos se pavoneaban por la Calle Larga).[1] Del mismo modo, y para
completar el cuadro, había a las afueras dos viñas alegóricas enemigas, una
enfrente de la otra: la viña de Dios y la viña del Diablo. Esa independencia espiritual
de Jerez, que además del ayuntamiento y los edificios del gobierno posee
representantes de las más altas
instancias celestiales, es hasta donde yo sé única a este lado de Roma.
Pero el verdadero representante del
Señor en la piadosa ciudad de los dos Patrones es el tocino de cielo, nombre que fusiona la pringosa materia orgánica
con el hogar espiritual donde Dios nos aguarda.[2] La pastelería del sur de
España sigue muy influenciada por la musulmana. No obstante, tras la
Reconquista fueron los conventos femeninos los principales productores de
dulces. Copiaron las recetas de los moros, sí, pero les añadieron sacrílego
tocino a casi todas, y así las cristianizaron. Y a las que no se prestaban a
ello simplemente las santificaron entre dos
hostias, como hicieron en Alicante con esa delicia árabe que hoy llaman
“turrón”.
También fueron monjitas las que
bautizaron el tocino de cielo. Según la leyenda, lo ingeniaron las del convento
del Espíritu Santo para aprovechar las yemas que sobraban en las bodegas, y,
como la mayoría de los dulces de convento, quedó asociado a las clases
populares, a esos mismos jornaleros que
olvidaban sus numerosas penas diarias por medio de unas cucharadas de
aquella promesa celestial. Promesa que, en contacto con el cielo de la boca,
desde luego ayuda a desarrollar la vena mística.
Su mayor pega: su cualidad de
grasilla no lo hace recomendable para anoréxicos o hipocondríacos. Algunos se
imaginan, al conocer la anécdota, que por su culpa las jerezanas están muy
obesas. E incluso que son feas, porque la berza jerezana típica se hace con cardillos. Paparruchas. En ese caso, ya
le echaría yo un buen polvorón a esos mantecados…
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