Pero hemos pasado a los postres y la
copita de Pedro Ximénez, como verdaderos borrachos, sin antes hablar de la
comida propiamente dicha. Una ciudad relativamente pequeña como Jerez, ¿puede
presumir de algún plato en caliente que no se encuentre en las ciudades
vecinas? Teniendo tan cerca Cádiz o Sevilla, ¿existe algo más allá del imperio
de la víscera alcoholizada?
Pues sí que lo hay: el ajo campero, que aunque pueda aparecer
en las cartas de restaurantes de otras ciudades no aparece luego en el plato si
uno comete la osadía de pedirlo más allá de Trebujena. Y con este enrevesado
plato, nouvelle cuisine simple y
efectiva, deconstrucción secularmente anterior a Ferrán Adriá y otros
plagiarios, nos basta y nos sobra.
Nos basta y no sobra porque es un
homenaje a la gastronomía como arte. Y no sólo por su sabor, que vuelve adicto
a cualquiera que supere la inicial aprensión provocada por su aspecto (de
suerte que han tenido que restringir su consumo a unos selectos meses cada
año), sino porque su propia forma contiene en sí todo el proceso culinario, de
la olla… al culo.
Sí, has leído bien, querido lector:
“de la olla al culo”, y ahora lo comprenderás mejor. Cuéntame, ¿qué planta
suele acompañar esta delicia en los establecimientos decentes? ¿qué sinergia
fabulosa se ha concebido para conjuntarlo?
Nada menos que rábanos crudos,
usados “pa empujá”, porque en el ámbito campestre al que está ligado no
abundaban las cucharas. O, en su defecto, pimientos fritos (por la forma más
que nada). Es decir, que tenemos un simple tubérculo crudo a la vera de un
plato trabajoso y complejo, desmenuzado con sumo cuidado y dedicación A primera vista no pegan ni con Cola (aunque
con un buen mosto puede que sí). ¿Por qué una mezcla tan rara? ¿Sobró pan duro
y rábanos un año y no sabían qué hacer con ellos?
No, amigo, es más simple que eso. El
ajo campero es un plato único porque resume todo el proceso gastronómico, desde que los vegetales aún están bajo
tierra hasta que la comida se vuelve papilla digerida por el estómago.
Todo el que lo conoce lo ha sentido
alguna vez sin darse cuenta.
El director de cine Stanley Kubrick
es conocido por haber filmado la que denominan “la mayor elipsis de la historia
del cine”. En efecto, en su película “2001: Una odisea en el espacio” un
prehomínido, justo tras haber recibido la capacidad técnica que permite
utilizar y construir instrumentos, lanza un hueso al aire que, acto seguido, da
lugar a una nave espacial. De la prehistoria al futuro, se resumen en tres
segundos tantos milenios de historia humana que da vértigo.
Pero dime, querido lector, ¿acaso los
jerezanos no habíamos concebido una elipsis mayor y mucho más profunda y
sabrosa, sin que nadie nos diera crédito de nada? ¿Y no da más fatiguita aún,
sobre todo a los que lo miran por primera vez? ¿Qué es más importante, la
historia universal o la gastronomía? ¿Puede un país tener una larga historia
sin gastronomía? Por supuesto que no, mientras que a la inversa sí se puede,
aunque sea a base de hot dogs y cheeseburgers.
Cuando se ha dicho todo, lo mejor es
callarse. Kubrick lo sabía muy bien, de ahí que rodara tan pocas películas.
Nosotros también somos parcos, aunque nos pongamos como puercos. No es
desprecio del buen jamar, es que con lo que tenemos nos sobra. Después del ajo
campero, le invade a uno esa angustiosa sensación de que ya está todo inventado
bajo el sol. ¿Qué podemos hacerle? Somos felices así. Cualquiera que haya visto
una mesa jerezana con la ropa de los domingos lo sabe. Y si se quiere variedad,
váyase a un turco.
Pero eso sí, sin pique.
Y la salsa esa blanca espero que sea
alioli...
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