lunes, 29 de septiembre de 2014

Sabiduría oculta en la cocina jerezana (y III)



Pero hemos pasado a los postres y la copita de Pedro Ximénez, como verdaderos borrachos, sin antes hablar de la comida propiamente dicha. Una ciudad relativamente pequeña como Jerez, ¿puede presumir de algún plato en caliente que no se encuentre en las ciudades vecinas? Teniendo tan cerca Cádiz o Sevilla, ¿existe algo más allá del imperio de la víscera alcoholizada?

Pues sí que lo hay: el ajo campero, que aunque pueda aparecer en las cartas de restaurantes de otras ciudades no aparece luego en el plato si uno comete la osadía de pedirlo más allá de Trebujena. Y con este enrevesado plato, nouvelle cuisine simple y efectiva, deconstrucción secularmente anterior a Ferrán Adriá y otros plagiarios, nos basta y nos sobra.

Nos basta y no sobra porque es un homenaje a la gastronomía como arte. Y no sólo por su sabor, que vuelve adicto a cualquiera que supere la inicial aprensión provocada por su aspecto (de suerte que han tenido que restringir su consumo a unos selectos meses cada año), sino porque su propia forma contiene en sí todo el proceso culinario, de la olla… al culo.

Sí, has leído bien, querido lector: “de la olla al culo”, y ahora lo comprenderás mejor. Cuéntame, ¿qué planta suele acompañar esta delicia en los establecimientos decentes? ¿qué sinergia fabulosa se ha concebido para conjuntarlo?

Nada menos que rábanos crudos, usados “pa empujá”, porque en el ámbito campestre al que está ligado no abundaban las cucharas. O, en su defecto, pimientos fritos (por la forma más que nada). Es decir, que tenemos un simple tubérculo crudo a la vera de un plato trabajoso y complejo, desmenuzado con sumo cuidado y dedicación  A primera vista no pegan ni con Cola (aunque con un buen mosto puede que sí). ¿Por qué una mezcla tan rara? ¿Sobró pan duro y rábanos un año y no sabían qué hacer con ellos?

No, amigo, es más simple que eso. El ajo campero es un plato único porque resume todo el proceso gastronómico, desde que los vegetales aún están bajo tierra hasta que la comida se vuelve papilla digerida por el estómago.

Todo el que lo conoce lo ha sentido alguna vez sin darse cuenta.

El director de cine Stanley Kubrick es conocido por haber filmado la que denominan “la mayor elipsis de la historia del cine”. En efecto, en su película “2001: Una odisea en el espacio” un prehomínido, justo tras haber recibido la capacidad técnica que permite utilizar y construir instrumentos, lanza un hueso al aire que, acto seguido, da lugar a una nave espacial. De la prehistoria al futuro, se resumen en tres segundos tantos milenios de historia humana que da vértigo.

Pero dime, querido lector, ¿acaso los jerezanos no habíamos concebido una elipsis mayor y mucho más profunda y sabrosa, sin que nadie nos diera crédito de nada? ¿Y no da más fatiguita aún, sobre todo a los que lo miran por primera vez? ¿Qué es más importante, la historia universal o la gastronomía? ¿Puede un país tener una larga historia sin gastronomía? Por supuesto que no, mientras que a la inversa sí se puede, aunque sea a base de hot dogs y cheeseburgers.

Cuando se ha dicho todo, lo mejor es callarse. Kubrick lo sabía muy bien, de ahí que rodara tan pocas películas. Nosotros también somos parcos, aunque nos pongamos como puercos. No es desprecio del buen jamar, es que con lo que tenemos nos sobra. Después del ajo campero, le invade a uno esa angustiosa sensación de que ya está todo inventado bajo el sol. ¿Qué podemos hacerle? Somos felices así. Cualquiera que haya visto una mesa jerezana con la ropa de los domingos lo sabe. Y si se quiere variedad, váyase a un turco.

Pero eso sí, sin pique.


Y la salsa esa blanca espero que sea alioli...


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