Como bien sabéis,
queridos lectores, los premios son accidentes más o menos grotescos. Rara vez
hacen justicia. Cierto es que en la estulticia institucionalizada éstos relucen
y presumen de conceder o no legitimidad a aquellos afortunados de coronarse con
sus laureles.
El escritor
egográfico (en tercera persona ambigua o no), seamos sinceros, no goza de buena
prensa por los eunucos de la crítica especializada en vender humo y terciar con
éxitos merecidos o inflados. En cambio, para el escritor biógrafo todo el monte
es orégano. Éste se afilia al club privado más pecuniario de todos: el del
mercachifle que hizo carrera de su ignorancia y cara dura con un toquecito de
especias y efectos especiales.
Tales evidencias no afean
la conducta de este recluta del sensacionalismo, el ocio y el
lector-espectador-consumidor educado por la televisión y reeducado por el
ordenador en nadadería pensante y ser tecnológico lo disfruta y santifica por y
para el ateísmo colectivo.
Por supuesto que
ahondar más en ello y ejemplificar con los géneros, subgéneros y nanogéneros donde
esta patulea se echa a perder (o a hinchar sus arcas y sus egos 2.0) sería un
absurdo. Algo soez, lo admito.